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El 7 de agosto de 1930, en Marion, Indiana, dos jóvenes negros son arrestados por la presunta muerte de un obrero blanco, Claude Detter, y la violación de su novia, Mary Ball. La multitud indignada ingresa a la prisión y arrastra a los detenidos de la celda hasta la plaza del palacio de Justicia del condado para colgarlos. Los oficiales de policía forman parte del linchamiento. En el proceso uno de los arrestados intenta liberarse y forcejea con la soga al ser izado, en claro gesto de resistencia, lo que justifica que se lo baje nuevamente para terminar por romperle los dos brazos a mazazos. La furia se mezcla con la satisfacción. La noche perfumada con la sangre. En el árbol los cuerpos se sacuden por última vez y el flash del fotógrafo de estudio Lawrence Beitler congela a la masa para siempre. Muchos posan sonriendo, otros observan curiosamente a la muerte y en el medio de ese horror un dedo acusatorio señala con orgullo que el mensaje ha sido entregado. Los cuerpos sin vida son los de Thomas Shipp y Abram Smith.
«Los árboles del sur dan extraños frutos. /
Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. /
Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña. /
Extraño fruto cuelga de los álamos. /
Nunca se sabrá que motivó a Beitler a registrar ese hecho que con los años se transformó en la foto más icónica sobre los linchamientos. Lo que sí sabemos es que actualmente su fotografía forma parte de la librería audiovisual de la Universidad de Yale y que en su momento vendió miles de copias que se distribuyeron rápidamente. Que una de esas imágenes llegó a manos del profesor judío y comunista Abel Meeropol, quien profundamente impactado garabateó en el reverso una primera línea y antes de llegar al borde ya había cerrado tres estrofas que primero tituló “Fruto Amargo” y luego modificó definitivamente con el de “Fruto Extraño”. Que su esposa entonó unas primeras versiones en reuniones de amigos y familiares, y luego fue presentada al público por la cantante Laura Duncan en el Madison Square Garden. Y que al año siguiente una joven ingresaba al estudio de grabación de Commodore Records, luego de que su sello Capitol se negara a publicar una canción sobre linchamientos, sin saber que estaba por grabar la primera canción de protesta de la industria discográfica. Era Billie Holiday.

Escena pastoral del valiente sur. /
Los ojos saltones y la boca retorcida. /
El aroma de las magnolias, dulce y fresco. /
Y de pronto el olor a carne quemada. /
Nunca existieron evidencias del asesinato del obrero Claude Detter. Y su ex novia, Mary Ball, luego confesaría no haber sido abusada. Desde la abolición de la esclavitud en 1865 la reconstrucción social de los negros como simples ciudadanos fue, por utilizar un eufemismo, difícil. Se estima según evaluaciones conservadoras del Instituto Tuskegee que entre 1.889 y 1.940 más de 2.830 linchamientos sucedieron en EEUU. El 90% de los mismos en el sur del país y en su mayoría sobre afroamericanos. Ningún viejo amo blanco, ni ningún ciudadano común, quienes siempre se habían sentido con el derecho a disponer de alguien bajo la creencia de una supuesta superioridad racial, estaba decidido a perder los privilegios económicos y sociales que ello significaba. Rápidamente se instrumentaron nuevos métodos de subordinación. Entre los más destacados figuran la prisión de Parchman, en el corazón del delta del Misisipi, que fue la gran impulsora económica del estado por una mano de obra que incluía miles de condenados negros (incluso niños) por delitos inverosímiles como el de vagabundeo o mirada lujuriosa; el Klu Klux Klan, que con la tácita aprobación de la ley y la sociedad infundía terror mediante persecuciones y asesinatos; y la Corte Suprema de EEUU, quien hasta mediados de los cincuenta y finales de la década del sesenta no abolió las leyes de Jim Crowe, que reconocían el derecho de los blancos a mantener una vida paralela a la de los negros bajo el principio de “separados, pero iguales”.
Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos. /
Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire, /
para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer. /
Esta es una extraña y amarga cosecha».
Es el año 1.939 y ella apenas carga con veintitrés años. El micrófono se enciende y una voz mínima y melancólica canta como si esa canción, que la acompañará para siempre como un sello indeleble, hubiese sido escrita especialmente para su registro. Como si todos los suplicios de una niña que a los dieciséis años ya vivió el abandono parental, el trabajo infantil, la deserción escolar, el abuso sexual, la segregación racial, el machismo, la prostitución, los estupefacientes y la prisión, hubiesen formado parte de una trágica enseñanza propiciatoria para que su interpretación pueda traducir el dolor de toda una raza. Conmovedora e inconfundible. Eterna. El impacto en el público es tal que cada vez que la canta los mozos dejan de servir y se paran al fondo del local en señal de respeto. La fama la alcanza y la obliga a que forme parte constante de su repertorio. A ella la enferma. Durante años se opone a cantarla por la forma en que la indispone emocional y físicamente y se reserva el derecho por contrato. El Servicio de Inteligencia de EEUU la persigue, la encierra y luego le prohíbe cantar en ningún club de New York por el efecto que produce en el auditorio. Se desgata. Sus últimos días son duros. Los estupefacientes y el alcohol que la han acompañado gran parte de su vida han transformado su aspecto en clara señal de abandono. Tiene 44 años y ha aprendido cómo nadie que la vida puede ser una amarga cosecha aunque se camine entre magnolias. Fallece por cirrosis hepática. Se cuenta que sobre el final alguien la reconoce en un callejón: “¿Qué estás haciendo con tu vida Lady Day?”, a lo que responde, “Bien, ¿sabes?, sigo siendo negra”.