A cien años de la publicación de la emblemática obra surrealista Los campos magnéticos, Jorge Carrión se pregunta en Los campos electromagnéticos (escrito en una interacción humanos-máquinas) sobre los vínculos entre la creación estética y la automatización en nuestra era: así como existe una producción textual artificial, ¿habrá también una lectura automática? ¿Estarán las máquinas escribiendo para otras máquinas? ¿Cuál será el futuro de artistas y escritores ante este nuevo panorama?
Por: Jorge Carrión. Escritor, crítico cultural, curador y guionista de cómic y podcast. Es doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (UPF) y dirige el máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Es colaborador habitual de La Vanguardia. Autor de varios ensayos narrativos y novelas, durante los últimos años ha explorado la inteligencia artificial en diversos proyectos, desde Solaris, ensayos sonoros (Podium Podcast, 2020-2021) hasta la exposición y libro colectivo Todos los museos son novelas de ciencia ficción (2022), pasando por su novela Membrana (2021).
Campos magnéticos y electromagnéticos (o de la escritura automática y la escritura automatizada)
Con los ecos de la Primera Guerra Mundial todavía resonando en la sonosfera, André Breton conoció a Philippe Soupault cuando ninguno de los dos había cumplido todavía los 25 años. El magnetismo entre ambos fue tan poderoso que el inminente líder del surrealismo no escogió a Guillaume Apollinaire ni a Louis Aragon, sino a Soupault, como compañero para el experimento revolucionario que tenía en mente. Durante la primavera de 1919 ambos dedicaron varias semanas a sesiones de escritura automática que dieron lugar a la publicación, al año siguiente, de Los campos magnéticos. El surrealismo se acabó de configurar en los cinco años posteriores, hace exactamente un siglo.
El proyecto de los dos jóvenes poetas nació de la voluntad de crear «un libro peligroso». Como dice el traductor Julio Monteverde: «Un experimento en que se jugara el todo. Escribir sin corregir, a la escucha, con rapidez y sin ninguna pretensión estética». El objetivo era acceder al espacio interior de la mente y del lenguaje, en una operación expresiva que sacrificara el estilo y el sentido para alcanzar el núcleo duro del inconsciente. Añade Monteverde que no se buscaba una forma más bella de poesía, «sino la inmersión en las minas del ser para reabrir las galerías que conducen a la veta madre». Pero, de paso, en la aventura quizá se podrían alcanzar algunas metáforas radicalmente nuevas, que es la vocación de la poesía contemporánea.
No estaban solos en la espeleología de la conciencia. En 1922, James Joyce publicó el Ulises, esa enciclopedia de formas futuras que incluye el fluir de la conciencia. Tanto la propia como la ajena: en los pensamientos desestructurados de Leopold Bloom y Stephen Dedalus se transparentan los del propio autor, que hace un esfuerzo titánico para transcribir también los de Molly (y los de su propia esposa, Nora) en la piel de una mujer deseante, tridimensional, adúltera. Cuando esa ficción empática –como la contemporánea de Virginia Woolf– construía un discurso en la frecuencia mental de sus personajes, estaba elaborando artísticamente los experimentos que en los años anteriores habían llevado a cabo autores tan distintos como August Strindberg o los surrealistas.
«Entren en el estado más pasivo, o receptivo, del que sean capaces. Prescindan del propio genio, del propio talento, y del genio y del talento de los demás», leemos en el Primer manifiesto del surrealismo, de 1924. Y añade Breton: «Digan hasta empaparse de ello que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escriban deprisa, sin tema preconcebido, escriban lo suficientemente deprisa para no poder parar, y para no tener la tentación de leer lo escrito». Cinco años después de la práctica, del poemario que había incorporado a la literatura al código fuente del inconsciente, llegaba el manifiesto, la proclama, la teoría. El instinto se volvía programa. El método de un experimento comenzaba a inspirar un método con voluntad universal.
Entre los precedentes del movimiento, Breton cita a Knut Hamsun, que además de liberar criaturas que habitan en los sótanos de la mente en su novela Hambre, publicó en ese mismo año de 1890 el ensayo «La vida inconsciente del alma». La fecha fue tentacular: coincide con la publicación de Principios de psicología, el libro en el que William James comparó la conciencia con un río, con un flujo, con una corriente de pensamiento. Del círculo de amistades de Hamsun, Strindberg publicó cuatro años después un artículo en la revista parisina La Revue des Revues sobre la creación automática de arte. Cuando nacía el surrealismo en los años 20 del siglo xx, el artista y dramaturgo llevaba cerca de medio siglo experimentando no solo con la escritura automática, sino también con la ejecución de lienzos y de fotografías con la mínima mediación de la conciencia. Entre sus proyectos más extremos destacan las celestografías, el resultado de exponer el papel emulsionado, a menudo con líquido revelador, frente al cielo nocturno, sin cámara ni lente, para que se imprima en él directamente el firmamento. En verdad esas constelaciones que vemos, no obstante, no son de estrellas, sino de motas de polvo, contaminación del aire, reacciones químicas. Las firmó en 1894, gracias a su interés en la física y la química, el mismo año en que teorizó sobre las estrategias para liberar en la práctica artística lo que habita caótico en el trasfondo del cerebro. El método artístico del supuesto azar, capaz de conducir a cielos estrellados de gran belleza, aunque sin estrellas.
Como la obra polisémica y transmedia de Strindberg, el surrealismo no fue solamente literatura. Fue un fenómeno artístico en el sentido más horizontal de la palabra. La escritura automática se mudó de los textos a la oralidad (Robert Desnos y otros investigaron el automatismo hablado), a la pintura (Joan Miró, Salvador Dalí, René Magritte), al cine (con Luis Buñuel), a la fotografía (con las múltiples exposiciones de las imágenes de Dora Maar o las performances retratadas de Claude Cahun). Y su onda expansiva fue alcanzando, progresivamente, todos los ámbitos de la creatividad. Con Los campos magnéticos comenzó la defensa a ultranza de la libertad artística, la legitimidad de la improvisación, la crítica de la idea romántica de genio, la vía de la desapropiación, la lenta conciencia de que todas las creaciones son en el fondo colectivas. No es casual que las investigaciones de Strindberg o Breton tuvieran lugar en la época dorada del espiritismo. En ellas, el escritor asume el rol de médium e invoca sus propios fantasmas, miedos, recuerdos y deseos. Lo mismo ocurre en esa práctica que encontramos tanto en los cenáculos surrealistas como en la tertulia del Café Pombo de Madrid que lideraba en la misma época el escritor, curador y performer Ramón Gómez de la Serna: los cadáveres exquisitos, el dibujo a varias manos. En todas esas situaciones, las naturales y las sobrenaturales, los participantes se reúnen alrededor de una mesa y, conjuntamente, construyen un relato. Pero si el del espiritismo es oral y el de los cadáveres exquisitos, gráfico, el de la escritura automática es textual. Los escritores modernistas contemporáneos trasladaron sus intuiciones y sus hallazgos al género de la novela, convirtiendo en técnica literaria lo que había sido expresión de un plano de la conciencia que hasta entonces no se había manifestado sistemáticamente.
Pese a los cándidos y no obstante autoritarios esfuerzos de André Breton por mantener al surrealismo como un movimiento cerrado, y comprometido políticamente con el comunismo, en los años 30 ya era parte de la atmósfera cultural de la época. Los poemarios más experimentales y oníricos de Luis Cernuda (Donde habita el olvido), Pablo Neruda (Residencia en la tierra) o Federico García Lorca (Poeta en Nueva York) personalizan la influencia de los diversos campos magnéticos que se emitieron desde París. Cuando Breton llega a México en 1938, descubre a la gran pintora surrealista Frida Kahlo; tres años después, se exilia allí una artista sin duda afín, la española Remedios Varo, que frecuentó a los surrealistas en París y después declaró: «Estuve junto a ellos porque sentía cierta afinidad. Hoy no pertenezco a ningún grupo; pinto lo que se me ocurre y se acabó». En 1945, Alfred Hitchcock le encargó a Dalí la pintura de 11 metros que simularía los sueños psicoanalíticos de Spellbound (Recuerda / Cuéntame tu vida); y el pintor catalán conoció a Walt Disney, con el que también colaboró en un cortometraje, Destino. Habían pasado cinco años desde el estreno de Fantasía, tal vez la primera película mainstream de estética y lógica surrealista: las imágenes, que provienen del mundo de los sueños y la imaginación, nacen de la música y son animadas por ella, en vez de ser solo la banda sonora, su consecuencia.
El inconsciente se revelaba en todos los lenguajes posibles. Y en todos los continentes. El poeta senegalés Léopold Sédar Senghor afirmó que el surrealismo europeo era empírico, mientras que el negro-africano era metafísico. En Estados Unidos, donde tantos artistas de la vanguardia parisina se exiliaron durante la Segunda Guerra Mundial, el expresionismo abstracto y el arte pop asumieron como propios gestos y herramientas dadaístas y surrealistas, como la apropiación o la improvisación, con el bebop y el jazz marcando el ritmo. La Internacional Situacionista actualizó en clave filosófica esa tradición, de nuevo en Europa: la adaptó a las metrópolis de los años 50 y 60 y abrió el espectro hacia el happening o la performance. En un movimiento parecido al que ocurrió con la alianza entre Dalí y Hollywood, lo real maravilloso de Alejo Carpentier o el realismo mágico de Gabriel García Márquez también se fueron volviendo mainstream y globales durante las décadas siguientes, en la obra de autores tan distintos como Salman Rushdie, Isabel Allende, Toni Morrison o Haruki Murakami.
- 1. Caja Negra, Buenos Aires, 2018.
- 2. Yale UP, New Haven, 2021.