Entrevista al rector de la UNSL: 16 mil estudiantes, 83 carreras y una agenda de cambios urgentes

El nuevo rector de la Universidad Nacional de San Luis traza su primer balance de gestión en un contexto de recortes y desfinanciamiento: salarios docentes por debajo de la línea de pobreza, gastos de funcionamiento asfixiados y una investigación científica que pierde sostén externo. Defiende el cogobierno y la autonomía, plantea una reforma basada en créditos académicos para evitar la dilatación de las carreras, y advierte que la universidad debe anticiparse a la transformación tecnológica e incorporar la inteligencia artificial sin resignar calidad. Con 16 mil estudiantes y 83 carreras distribuidas en tres sedes, propone sostener la institución “abierta y funcionando” con los estudiantes como eje, y muestra ejemplos de investigación con impacto territorial, desde estudios ambientales hasta ciencia de datos y salud.
por 20 de diciembre de 2025
Raúl Gil asumió el rectorado en setiembre pasado. Tiene mandato por 3 años. Foto: Facundo Andrada.

El rector de la Universidad Nacional de San Luis, Raúl Gil asumió en un momento incómodo: recortes, salarios docentes deteriorados, gastos de funcionamiento al límite y un sistema científico que, según describe, pasó “de un esquema de financiamiento a no financiamiento” en forma abrupta. En esta entrevista, repasa sus primeros meses de gestión, explica cómo impacta el ajuste en la vida cotidiana de la universidad y plantea una agenda inmediata que combina defensa de la investigación pública, modernización pedagógica frente a la inteligencia artificial y reformas académicas para acortar la distancia entre la duración teórica y la duración real de las carreras, con una idea rectora: sostener la institución abierta y en marcha poniendo a los estudiantes en el centro.

 

—Me gustaría empezar con una primera impresión suya, un primer balance de estos tres meses de gestión. ¿Qué ha significado estar en el sillón del rector de la Universidad Nacional de San Luis?

—Bueno, yo soy hijo de esta universidad. Mi papá y mi mamá son egresados de la Universidad Nacional de San Luis, así que mi primera impresión es que estoy unido a esta institución prácticamente desde el nacimiento. Me gradué aquí como químico, hice mi posgrado, y a lo largo de mi trabajo académico tuve la oportunidad de conocer otras universidades. Siempre estuve muy ligado a los espacios de toma de decisión, a través de las personas con las que me tocó trabajar.

Tuve la suerte de compartir mucho tiempo con figuras muy importantes, como el ex vicerrector Roberto Olsina, y eso también marcó mi recorrido. Entonces, cuando uno quiere tanto un espacio, una institución, lo primero que siente es un orgullo muy grande y una enorme alegría por tener la posibilidad de ocupar el lugar del rector, que de alguna manera es la cara visible de la universidad en muchos contextos y que contribuye a la toma de decisiones, tanto desde el Consejo Superior como desde el rol individual del rector y del equipo de gestión.

Ese orgullo viene acompañado, naturalmente, de una gran responsabilidad. Porque entiendo que la universidad no es un rector ni una sola mirada política: la universidad es una comunidad muy amplia y diversa, con bases sólidas en la investigación científica, en la pedagogía, en la psicología, en múltiples campos del conocimiento.

Dicho esto, debo decir que, si hubiese podido elegir el contexto, probablemente habría soñado otro momento. La universidad necesita transformaciones profundas e inmediatas, que tienen que ver con cómo nos vinculamos docentes y estudiantes, con cómo repensamos nuestras carreras y nuestros espacios formativos. Ese tipo de cambios requieren tiempo, recursos, consenso y diálogo.

Sin embargo, hoy las universidades estamos atravesadas por un contexto político externo que condiciona fuertemente la gestión y a todas las comunidades universitarias del país. Esto es conocido en relación con el desfinanciamiento del sistema universitario nacional, no sólo en lo que respecta a los salarios del personal docente y no docente, sino también en lo que hace al cambio de paradigma en el financiamiento de la investigación científica en la Argentina.

—¿Cuál ha sido ese cambio?

—Hoy ya no hay disponibilidad de recursos públicos ni convocatorias permanentes para la investigación científica. Esto ha generado una enorme barrera para que las universidades podamos cumplir una de nuestras funciones más importantes, que no es sólo tener aulas con estudiantes, sino también producir conocimiento a través de la investigación.

Se está planteando un nuevo esquema en el que la financiación de la investigación debería provenir mayormente del ámbito privado y no del público. En el caso de la Universidad Nacional de San Luis, por la conformación del entramado socioeconómico regional, esa no es una alternativa fácilmente accesible ni realista.

Nuestra universidad depende en gran medida del financiamiento público para desarrollar investigación. Mucha de la producción científica que se realiza en la Universidad Nacional de San Luis —y que nos permitió crecer y posicionarnos mejor en distintos rankings e indicadores de calidad académica— provino históricamente de fondos públicos: CONICET, INTA, INTI, el propio Ministerio de Educación o la entonces Secretaría de Políticas Universitarias, que contaban con distintos programas de financiamiento que hoy ya no existen.

Yo creo que el Estado nacional debe sostener y apoyar la investigación científica. O, en todo caso, si se pretende avanzar hacia un cambio de esquema, ese proceso debería ser mucho más gradual. Pasamos de un sistema de financiamiento a uno prácticamente sin financiamiento de manera muy abrupta, y eso tiene consecuencias concretas y profundas para el sistema universitario.

—En ese primer balance introductorio de su gestión señalaba que le ha tocado gobernar la universidad en un contexto complicado, con un escenario económico muy difícil. En concreto, ¿cómo impacta la política de recortes que lleva adelante el Gobierno nacional en el funcionamiento cotidiano de la universidad?

—Yo creo que la cuestión presupuestaria tiene dos aspectos que es muy difícil analizar por separado. El principal tiene que ver con los salarios. Hoy tenemos las primeras categorías docentes por debajo de la línea de pobreza. Estamos hablando de profesionales que no alcanzan a cubrir el costo de vida con un cargo docente inicial, como el de auxiliar de primera.

—¿Eso cuánto representa en términos concretos de salario?

—Depende de la dedicación. Si tomamos como ejemplo una dedicación semiexclusiva de 20 horas semanales, el salario no supera los 700.000 pesos y en muchos casos está más cerca de los 600.000 o incluso de los 500.000 pesos.

—¿Hay muchos docentes en esa situación?

—Sí, hay muchos. Por supuesto, la estructura es piramidal, pero lo cierto es que se trata de personas con título universitario, profesionales, que en cualquier otro ámbito laboral podrían percibir ingresos mucho más altos. Esto genera un efecto claro: un envejecimiento de la planta docente. Permanecen los docentes de mayor jerarquía y antigüedad, mientras que los más jóvenes buscan otras alternativas.

Creo que hoy esa consecuencia todavía no se percibe en toda su dimensión, pero dentro de algunos años, cuando los docentes más antiguos comiencen a jubilarse, vamos a encontrarnos con que por debajo hay menos recambio. Algo similar ocurrió en los años noventa: muchos docentes jóvenes se fueron de la universidad y quedaron los más antiguos sosteniendo el sistema.

El otro aspecto crítico es el funcionamiento. La universidad no recibe recursos únicamente para el mantenimiento de sus edificios. El presupuesto de funcionamiento también está destinado a cumplir compromisos fiscales, pero además a sostener programas: programas de promoción de la educación superior, políticas académicas, políticas institucionales, trabajos de campo de los estudiantes, provisión de espacios áulicos, incorporación de tecnología, actualización de software, infraestructura de red.

La universidad tiene una radio, presencia en redes sociales, un camping, un comedor, residencias universitarias. Todo eso requiere recursos para funcionar adecuadamente o, al menos, para su mantenimiento básico. Y ese financiamiento cada vez se resiente más. Los gastos de funcionamiento se actualizan incluso por debajo de las paritarias docentes y no docentes, que a su vez también vienen perdiendo frente a la inflación. Eso genera un deterioro acumulativo muy fuerte.

A esto se suma una cuestión adicional: la investigación científica. Históricamente, la investigación nunca fue financiada al cien por ciento por las universidades. Siempre existieron fuentes externas de financiamiento: el Gobierno nacional, la Secretaría o el Ministerio de Ciencia y Tecnología según la etapa, el CONICET, el INTA, el INTI y otros organismos. Hoy, muchas de esas fuentes directamente dejaron de financiar.

En consecuencia, la investigación científica queda sostenida casi exclusivamente con fondos propios de la universidad, que son claramente insuficientes para cumplir esa función.

—¿Esos fondos se gestionaban desde cada universidad o eran partidas asignadas directamente desde Nación?

—Los proyectos de investigación se gestionaban de manera directa por los grupos docentes. La universidad aportaba una contraparte, en un esquema de cofinanciamiento entre el presupuesto universitario y los fondos nacionales. Ese esquema hoy no existe. En la mayoría de los casos, el financiamiento es casi exclusivamente universitario.

El resultado es un resentimiento muy fuerte, muy marcado, en la producción de conocimiento a través de la investigación científica. Muchos grupos de investigación están prácticamente paralizados.

—¿Eso ya está ocurriendo en la Universidad Nacional de San Luis?

—Sí, eso ya está ocurriendo. Y detrás de eso aparece otro problema serio: el impacto en la formación de recursos humanos calificados. ¿Con qué estímulo invitamos a un estudiante a sumarse como becario a un proyecto si no hay recursos para investigar? Las becas se discontinuaron o directamente dejaron de existir. Entonces empieza a aparecer una carencia fuerte en la formación de recursos humanos jóvenes. Los proyectos quedan sostenidos por docentes de mayor jerarquía y antigüedad, casi en soledad. Es una situación que, aun cuando el contexto cambie, nos va a llevar mucho tiempo revertir.

—Si tuviera que explicarle a un lector qué se investiga hoy en la universidad, y elegir cinco proyectos entre todos los que están en desarrollo, ¿cuáles mencionaría? Ya sea por su impacto, por su interés social o por que le parezca relevante.

—La Universidad Nacional de San Luis abarca prácticamente todas las áreas del conocimiento, con algunas excepciones puntuales como Medicina o Arquitectura. Eso hace que cualquier selección sea necesariamente incompleta. Además, yo tengo un sesgo inevitable: soy químico y conozco en mayor profundidad algunas áreas más que otras.

Dicho eso, hay proyectos que son particularmente ilustrativos del impacto que puede tener la investigación universitaria.

Uno de ellos es el grupo de estudios ambientales que conduce Esteban Jobbágy. Es un equipo que ha realizado aportes muy relevantes sobre el agua subterránea, los cultivos de cereales y granos, y sobre cómo la dinámica de las lluvias y la actividad antrópica —especialmente la agrícola— afectan la calidad de los suelos.

Ese grupo fue clave, por ejemplo, en la investigación sobre la regeneración del Río Nuevo, entre San Luis y Córdoba, y sobre la cuenca del Morro. Allí se logró describir científicamente un fenómeno de enorme impacto ambiental: un río que antes era subterráneo y que emergió a la superficie, modificando la geografía, cortando campos y generando problemas ecológicos serios. Esa investigación salió del laboratorio y llegó a los organismos ambientales, tanto públicos como privados, alertando y aportando información clave para la toma de decisiones. Es un caso muy claro de cómo la investigación científica tiene impacto concreto en la sociedad.

Otro ejemplo importante está en Matemática. Hay un grupo con muchos años de trayectoria que trabaja en teoría de juegos, reconocido a nivel internacional, que ha aportado soluciones a problemas matemáticos complejos y también a aplicaciones en el sector productivo.

De ese núcleo surge, además, una de las carreras más exitosas que hoy tiene la universidad: la licenciatura vinculada al tratamiento de datos, que este año cuenta con alrededor de 2.800 inscriptos y se dicta de manera totalmente virtual. Es una carrera que nos permitió ingresar de lleno en una temática estratégica, con aplicaciones en finanzas, software, análisis de grandes volúmenes de datos y toma de decisiones empresariales. Allí hay un grupo muy sólido de investigadores, en su mayoría matemáticos, que son referencia no sólo a nivel nacional, sino también internacional.

—¿Y el sector privado no se interesa en financiar ese tipo de investigaciones?

—Hay algunos casos de financiamiento privado, aunque no en la magnitud que sería deseable. Por ejemplo, en el Instituto de Tecnología Química existen desarrollos de catalizadores y nanopartículas que se han aplicado al tratamiento de efluentes industriales, tanto para empresas como para municipios, y que sí han recibido financiamiento privado.

También hay grupos de biología molecular que desarrollaron test serológicos y que recibieron financiamiento público y privado para esos trabajos. Es decir, hay experiencias concretas.

Ahora bien, históricamente esta universidad nació muy ligada a la investigación básica, que tradicionalmente fue financiada por el sector público. Mientras ese esquema funcionó, tal vez no hubo una necesidad tan clara de salir a buscar activamente financiamiento privado. En parte, uno hace lo que sabe hacer, y no siempre desarrolla lo que todavía no sabe hacer.

Creo que hay mucho margen para fortalecer la vinculación con el sector privado, pero eso requiere un acompañamiento institucional más fuerte. Y también hay que decirlo: San Luis no tiene una actividad productiva dominante que demande investigación de manera sistemática, como ocurre con la minería en San Juan o la vitivinicultura en Mendoza. Aquí los vínculos existen, pero son más esporádicos y puntuales. Eso hace que el financiamiento privado esté presente, pero que no sea significativo en relación con las necesidades reales del sistema científico.

Otro campo muy relevante es el de la bioquímica y la biología. Hay grupos con muchos años de trayectoria que trabajan en cronobiología, estudiando cómo el reloj biológico se relaciona con enfermedades neurodegenerativas, como el Alzheimer. Se trata de investigaciones tanto teóricas como experimentales, con un impacto potencial enorme.

Hoy la expectativa de vida ha aumentado gracias a los avances tecnológicos y en salud, y las enfermedades neurodegenerativas son cada vez más frecuentes. Todo lo que contribuya a un diagnóstico más temprano, a mejorar los tratamientos o incluso a pensar en estrategias de prevención o cura tiene un impacto social enorme.

En ese sentido, el Instituto de Investigaciones en Biología Molecular y Bioquímica de San Luis (IMIBIO-SL) viene desarrollando trabajos de alto nivel científico. Son investigaciones de mucha actualidad, que además abren la puerta a una vinculación más fuerte con el sistema de salud local.

Estamos trabajando para que esa investigación pueda articularse con el sistema sanitario, por ejemplo a través del Hospital Ramón Carrillo y su área de investigación, y avanzar hacia aplicaciones concretas en pacientes. Es un camino que recién empieza, pero que apunta a un modelo de investigación aplicada en salud que nos atraviesa como sociedad y que va a ser cada vez más relevante en el futuro.

Gil asegura que el desfinanciamiento ha resentido gravemente la producción de conocimiento. Foto: Facundo Andrada.

—¿Cuántos alumnos tiene actualmente la universidad y en cuántas carreras se distribuyen?

—La cantidad de estudiantes varía según la época del año. A comienzos del ciclo lectivo, con el ingreso, hay un pico importante, pero si tomamos un promedio anual, la Universidad Nacional de San Luis tiene alrededor de dieciséis mil estudiantes.

Esos estudiantes están distribuidos en ochenta y tres carreras que se dictan en ocho facultades y en el Instituto Politécnico Artístico Universitario Mauricio López, el ITAU, donde se ofrecen principalmente carreras cortas.

—Además de la Casa Central, la universidad tiene sedes en Villa Mercedes y en Merlo.

—Exactamente. De las ocho facultades, cinco están ubicadas en el Centro Universitario de San Luis, dos en el Centro Universitario de Villa Mercedes y una en el Centro Universitario de la Villa de Merlo. Esto nos da una penetración territorial bastante interesante como institución educativa.

Además, hay otros centros universitarios que vienen trabajando de manera sostenida, como Tilisarao y, más recientemente, Concarán. En esos casos, a través de la Facultad de Ciencias Humanas, por ejemplo, se dictan algunas carreras específicas, como Educación Especial o Educación Inicial.

—¿Cuáles son las carreras con mayor cantidad de alumnos o de egresados?

—Las carreras más convocantes, las que concentran mayor cantidad de estudiantes tanto en el área de la salud como en la región, son Psicología, Enfermería y Kinesiología.

—¿De dónde provienen los estudiantes?

—En los últimos años se observa una tendencia clara: cada vez hay más estudiantes de San Luis. El número total de estudiantes viene creciendo en el tiempo —el año pasado tuvo una leve baja—, pero la tendencia general es al aumento. Y dentro de ese crecimiento, cada vez son más los jóvenes de la provincia y del interior provincial, lo cual es una muy buena noticia para San Luis.

Por supuesto, también recibimos estudiantes de la zona de influencia regional: del este mendocino, de San Juan, del oeste y sur de Córdoba, de La Pampa y, en general, de lo que podríamos llamar el centro de Cuyo, más la región pampeana cercana, incluido el oeste de la provincia de Buenos Aires.

Además, en algunas carreras como Farmacia o Bioquímica, es común encontrar trayectorias familiares: padres o madres que estudiaron en la universidad y cuyos hijos eligen venir, incluso viviendo en provincias más alejadas como Entre Ríos. Hay allí un vínculo afectivo con la institución que sigue pesando.

Hoy, aproximadamente entre el sesenta y cinco y el setenta por ciento de nuestros estudiantes son de la provincia de San Luis, y dentro de ese número hay una presencia creciente de jóvenes del interior rural. Eso habla claramente del rol que cumple la universidad en la provincia y también de un cambio en la conformación social de nuestra comunidad universitaria, que nos impulsa a fortalecer la articulación con los colegios secundarios y otros niveles del sistema educativo.

—¿Cómo está conformado el órgano que conduce la universidad?.

—La universidad tiene como principal órgano de gobierno al Consejo Superior. Ese cuerpo es presidido por el rector —en este caso, por mí— y está integrado por los decanos de las ocho facultades.

Además, forman parte del Consejo Superior dos docentes por cada facultad, un estudiante por facultad, cuatro representantes del claustro no docente, tres graduados y una docente del nivel preuniversitario. En total, el Consejo Superior está compuesto por cuarenta y un integrantes.

El Consejo Superior es un ámbito muy rico y constituye una de las esencias de la universidad, que es el cogobierno. Para explicarlo de manera sencilla, el cogobierno implica que las decisiones más trascendentes de la universidad —tanto económicas como académicas— se toman en un espacio colegiado.

Ese espacio no está integrado únicamente por docentes, sino también por no docentes, estudiantes y graduados, lo que le da una mirada integral al proceso de toma de decisiones. Por supuesto, el peso de los claustros no es idéntico —hay una mayor representación docente—, pero las resoluciones se discuten y se construyen a partir del consenso entre los cuatro claustros que conforman la comunidad universitaria.

—¿Con qué periodicidad se reúne el Consejo Superior?

—El Consejo Superior se reúne cada quince días, entre los meses de marzo y noviembre. Además, pueden convocarse sesiones extraordinarias, por ejemplo para tratar el presupuesto u otros temas específicos que lo requieran. En la práctica, se trata de un órgano con un funcionamiento regular y sostenido, con reuniones quincenales a lo largo del año académico.

—¿De cuánto es el presupuesto universitario? ¿Qué porcentaje se destina a salarios y cuánto al funcionamiento?

—Primero es importante recordar que venimos de dos años sin presupuesto aprobado. En ese contexto, los incrementos que se otorgaron estuvieron dirigidos casi exclusivamente a salarios y no a gastos de funcionamiento, como los que mencionábamos recién. Eso nos fue alejando de lo que debería ser una estructura presupuestaria equilibrada.

—¿Que no haya presupuesto significa que reciben nominalmente el mismo monto que el año anterior?

—Exactamente. En términos nominales, recibimos prácticamente lo mismo. Para dar una cifra concreta, la Universidad Nacional de San Luis va a terminar ejecutando alrededor de 80 mil millones de pesos entre enero y diciembre de 2025.

Los lineamientos generales indican que las universidades deberían destinar aproximadamente el 90% de su presupuesto a salarios y un 10% al funcionamiento. Hoy nosotros estamos cada vez más cerca de un esquema del 95% para salarios y apenas un 5% para funcionamiento.

Ese 90/10 no es un número caprichoso. Responde a una relación considerada óptima entre la cantidad de docentes y estudiantes, y a la necesidad de contar con recursos suficientes para que esa estructura funcione: aulas abiertas, movilidad institucional, servicios básicos, tecnología, infraestructura, mantenimiento de los distintos espacios universitarios.

Lo que está ocurriendo es que ese margen de funcionamiento prácticamente desapareció y no hay señales de que eso vaya a revertirse con el presupuesto que actualmente se está discutiendo.

—¿Cree que esta postura del Gobierno nacional responde más a una decisión política sobre el rol de la universidad que a un planteo técnico administrativo?

—Sí, estoy convencido de eso. Incluso tuve la oportunidad de conversarlo directamente con funcionarios del Gobierno nacional, sin ánimo de confrontar. La diferencia es conceptual, es una diferencia de visión sobre el rol de las universidades.

Desde el Gobierno nacional se plantea —y me lo han dicho explícitamente— que el único indicador válido para evaluar a una universidad es cuántos graduados produce en relación con la cantidad de ingresantes. Esa es su vara de medición.

—¿Ese modelo existe en otros lugares?

—Puede existir en universidades de gestión privada, pero en América Latina no es un modelo extendido. En nuestra región, la universidad cumple un rol de ascenso y movilidad social que es innegable.

Las personas acceden, a través de su paso por la universidad, a una formación que amplía su comprensión de la realidad y que mejora sus posibilidades laborales, incluso cuando no llegan a finalizar la carrera. Esto no es una percepción personal: está demostrado empíricamente que quienes transitan por la universidad acceden a trabajos de mejor calidad.

Por supuesto que queremos que los estudiantes se reciban. Pero esa no siempre es la realidad, especialmente en el interior del país y, más aún, en el interior del interior. Muchos de nuestros estudiantes provienen de la ruralidad y son primera generación de universitarios. Tienen enormes dificultades para sostener trayectorias en carreras que, además, son largas y muy exigentes.

Ahí aparece una discusión que creo que es inevitable para las universidades: la duración real de las carreras, la diferencia entre lo teórico y lo efectivo, y la certificación de competencias intermedias.

¿Qué ocurre, por ejemplo, con un estudiante que no se recibió de abogado, pero aprobó hasta tercer año? ¿Ese trayecto no le sirvió para nada? En realidad, esa persona adquirió conocimientos y competencias que le permiten acceder a trabajos más calificados que alguien que nunca pasó por la universidad. Sin embargo, hoy la universidad no certifica adecuadamente esos saberes.

Por eso estamos trabajando en lo que se conoce como microcredenciales o microcréditos académicos: certificar los conocimientos que el estudiante va adquiriendo a lo largo de su trayectoria formativa. Y, además, en cómo esos trayectos pueden compararse entre distintas universidades, a través de un sistema de créditos académicos. Ese es uno de los objetivos que tenemos planteados para 2026.

—¿Eso es lo que estuvieron discutiendo en los últimos días aquí en San Luis?

—Sí. Contamos con el acompañamiento de Mónica Marquina, docente de la UBA, que nos está asesorando en este cambio de mirada sobre cómo pensamos los planes de estudio.

Hoy los planes están organizados en función de horas de aula: por ejemplo, Matemática I tiene 60 o 65 horas frente al docente. Pero la realidad es que, para aprobarla, el estudiante dedica muchas más horas: estudio autónomo, ejercicios, lectura de bibliografía, preparación de exámenes. Probablemente el doble de lo que figura en el programa.

El sistema de créditos introduce otro enfoque. Cada crédito equivale aproximadamente a 25 horas de dedicación total del estudiante, ya sea con docentes o de manera autónoma. Para completar un trayecto formativo, el estudiante debe acumular una determinada cantidad de créditos en áreas específicas.

Esto nos permite incorporar, por primera vez de manera explícita, la perspectiva del estudiante sobre el tiempo real que demanda estudiar una carrera. Sabemos que no podemos exigir más de ocho horas diarias de estudio. Si pensamos una semana de 40 horas durante 16 semanas, eso nos da una base concreta para estructurar los créditos y controlar la duración real de las carreras.

—¿Eso implica acortar las carreras?

—No se trata de acortarlas en términos formales. Las carreras van a seguir teniendo la misma duración teórica: tres, cinco o seis años, según el caso. Lo que se busca es evitar la dilatación excesiva.

Por ejemplo, Psicología dura cinco años. La idea no es que se termine en tres, sino que efectivamente se termine en cinco y no en siete u ocho, como ocurre hoy. Para eso habrá que hacer un trabajo muy fino con los docentes, revisando qué contenidos deben ser estrictamente presenciales y cuáles pueden abordarse de manera autónoma o a través de otras modalidades.

El problema actual es que muchas veces se sobrecargan los programas. Eso genera una formación muy sólida, pero también hace prácticamente imposible que un estudiante promedio termine en el tiempo previsto, salvo que pueda dedicar doce horas diarias al estudio, algo que no es viable para la mayoría.

Carreras como Bioquímica, Psicología o Ingeniería Agronómica terminan extendiéndose a seis, siete u ocho años. Y eso coloca a nuestros graduados en desventaja cuando se comparan con otros países, como Brasil, Chile o Europa, donde el título de grado se obtiene en cuatro años.

Nosotros estamos formando profesionales que egresan con más edad, con trayectorias más largas, y eso tiene impacto cuando buscan trabajo o aplican a posgrados. Son discusiones complejas, pero absolutamente necesarias para el futuro de la universidad.

—Ese sistema ¿se va a aplicar en todo el país o cada universidad tiene autonomía para enfocarlo a su manera?

—Las universidades somos autónomas, por supuesto. Pero, al mismo tiempo, hemos alcanzado acuerdos comunes. Todas las universidades nacionales, a través del Consejo Interuniversitario Nacional, coincidimos en la necesidad de migrar hacia un sistema de créditos académicos.

Hay una voluntad política clara dentro del sistema universitario de pensarnos bajo este esquema, de ofrecer esta nueva perspectiva y de acompañar a los estudiantes en un proceso pedagógico con otra mirada, que creemos muy necesaria. Además, no podemos desconocer que en este aspecto estamos quedando rezagados: en gran parte del mundo, este sistema ya funciona desde hace años.

—En un contexto generalizado de descrédito de muchas instituciones, ¿por qué cree que la universidad conserva una imagen tan positiva ante la sociedad?

—Esta es una mirada personal. No pretendo hacer un análisis sociológico ni político sobre lo que piensa la sociedad. Pero creo que hay experiencias muy concretas que explican esa confianza.

Cuando una persona va al médico y se encuentra con un profesional formado en una universidad pública, deposita en él toda su confianza y su esperanza. Hay allí una actitud, tal vez inconsciente, de reconocer que detrás de ese título hay calidad. Existe un intangible asociado a la calidad académica y a la excelencia que la sociedad sigue vinculando fuertemente con la universidad.

Ese reconocimiento no siempre se traslada con la misma intensidad a otras instituciones, como la justicia, la salud o los distintos poderes del Estado. En cambio, la universidad aparece como el lugar del que salen el bioquímico, el médico, el ingeniero, el abogado, el escribano, el arquitecto: profesionales que resuelven problemas concretos y reales de la vida cotidiana.

Creo que de allí surge esa confianza social. De la idea de que la universidad cuida especialmente la calidad de la formación. Por supuesto, no somos infalibles. En la universidad trabajamos personas, dirigimos personas, y como en cualquier organización hay errores y todo es perfectible.

Pero sí creo que existe una mirada benevolente de la sociedad hacia la universidad, en el sentido de que es una institución que persigue estándares altos de calidad académica. Y eso se traduce, finalmente, en profesionales que no son simplemente ciudadanos comunes, sino personas con herramientas específicas para resolver problemas complejos en distintos ámbitos de la vida social.

—El Gobierno nacional abona una idea que también circula en parte de la sociedad: que la universidad está llena de estudiantes crónicos que pasan diez o quince años haciendo política en las aulas. ¿Cree que la universidad está comunicando bien hacia la sociedad lo que realmente hace?

—Las universidades, a diferencia de otros espacios —como el Poder Ejecutivo nacional u otras organizaciones públicas o privadas—, tienen dificultades estructurales para centralizar o unificar la comunicación. Y, sinceramente, creo que está bien que así sea.

La autonomía universitaria y el cogobierno implican que todos los integrantes de la comunidad universitaria compartimos una porción de la responsabilidad institucional. Eso genera, naturalmente, una dinámica profundamente democrática, en la que se comunican distintas miradas y perspectivas desde múltiples espacios.

Entonces, por más que el rector o quien preside una universidad haga un esfuerzo grande por rebatir una desinformación o un concepto instalado desde un ámbito gubernamental u otro actor, ese mensaje muchas veces pierde fuerza. No existe —ni debería existir— una monopolización de la comunicación del sistema universitario, ni siquiera dentro de una misma universidad.

En la propia universidad conviven múltiples espacios de comunicación que no necesariamente dialogan entre sí bajo una única bajada editorial. Es habitual encontrar, sobre un mismo tema, miradas críticas y miradas favorables, y eso es parte constitutiva de la universidad. No sólo es natural que así sea, sino que sería impensable que fuera de otro modo.

Cuando el debate se da exclusivamente en el plano comunicacional, especialmente en los medios y en las redes sociales, las universidades entramos en desventaja. Nunca habíamos estado tan directamente cuestionadas en ese terreno. Y es cierto que esta diversidad interna, que es una fortaleza institucional, en ese contexto puede hacernos perder potencia discursiva.

Pero no hay alternativa posible: así funcionan las universidades. El rector no es el dueño de la universidad, el Consejo Superior no es la única voz, y no existe una autoridad única que concentre el discurso institucional. Hay múltiples voces y múltiples ámbitos de expresión, y eso es parte de nuestra lógica democrática.

Dicho esto, sí creo que quienes gestionamos tenemos una responsabilidad indelegable. No podemos perder de vista que el rol central de la universidad es trabajar para los estudiantes y, a través de ellos, para la sociedad en su conjunto. Brindar información objetiva, clara y transparente es una obligación de la gestión. Es una carga que asumimos conscientemente.

Eso no implica, de ningún modo, eliminar la diversidad de voces dentro de la universidad. Implica asumir que, aun en ese marco plural, tenemos el deber de explicar qué hacemos, por qué lo hacemos y cuál es el sentido social profundo de la universidad pública.

—En lo personal también tiene un desafío importante. La gestión que le precedió, la de Víctor Moriñigo, tuvo una gran apertura hacia otras instituciones de la sociedad. Al menos en términos mediáticos, se conoció mucha actividad de vinculación de la universidad que antes no tenía tanta visibilidad.

—Yo creo que ese camino no empieza solamente con Víctor. A mí me gusta decir que es un proceso más largo, porque tanto Víctor como yo formamos parte del equipo de gestión de Félix Nieto. En la parte final de su segunda gestión —y creo que coincidió también con la primera gobernación de Claudio Poggi— empezó a instalarse una mirada compartida: la necesidad de que la universidad se vinculara más activamente con el Estado y con la sociedad.

Eso, por supuesto, no ocurre de un día para el otro. Es una construcción, un recorrido. Víctor fue muy claro en profundizar esa línea, sobre todo en el contexto de la pandemia, que fue una situación excepcional. Allí quedó muy definido cuál era el lugar que la universidad debía ocupar y cuál era el camino que debía recorrer.

En su momento me tocó acompañarlo, y hoy creo que, más que haber dejado la vara alta, dejó el piso alto. Eso facilita mucho el trabajo. No me toca empezar de cero, sino darle continuidad a un proceso que ya está en marcha, y eso me parece algo natural y saludable para la institución.

Creo también que mi actitud como rector habilita a los proyectos de investigación, de extensión, a las facultades, a seguir avanzando en esa dirección. He asumido un compromiso tanto con el gobernador como con los gobiernos locales —especialmente con las intendencias con las que tenemos más vínculo— y, progresivamente, con el resto de las instituciones públicas y privadas.

La idea es estar presentes, estar atentos, buscar puntos de contacto y sumar a la universidad a la búsqueda de soluciones: tanto para el sector productivo como para el acompañamiento en el diseño e implementación de políticas públicas. Ese es, creo, el rol que nos toca.

Recién estamos empezando, pero la intención no es sólo manifestarlo en el discurso, sino hacerlo efectivo con presencia y trabajo concreto. Vamos a hacer todo el esfuerzo necesario para que esa vinculación sea una realidad sostenida en el tiempo.

Gil, 44 años recién cumplidos: «Soy hijo de esta universidad. Mi padres son egresados de la UNSL como yo».

—Más allá de esta coyuntura económica, a la que le hemos dado bastante centralidad por su impacto en el funcionamiento de la universidad, ¿qué otros desafíos siente como prioritarios en lo inmediato de tu gestión?

—Los desafíos son varios. Por un lado, retomar algo que ya mencionamos: la necesidad de una comunicación clara, transparente y objetiva sobre lo que hace la universidad. La sociedad lo merece, porque es la sociedad la que, a través de sus impuestos, sostiene el funcionamiento de la universidad pública.

Pero esa comunicación también es clave para los jóvenes y para las futuras generaciones. Necesitamos que conozcan la universidad, que sepan que el ingreso es libre, gratuito e irrestricto, y que aquí pueden acceder a una formación académica de calidad. Esa es una obligación institucional que no podemos eludir.

Por otro lado, está el gran desafío de repensar las propuestas académicas en un contexto profundamente cambiante. Hoy los jóvenes que llegan a la universidad no necesariamente buscan el esquema tradicional de un aula, un pizarrón, un docente y una carrera de cinco años. Se vinculan con la realidad de otra manera, a través de la tecnología, y eso interpela directamente a la universidad.

La universidad tiene que repensar cómo se da hoy el acto educativo, cómo se construye el vínculo entre docentes y estudiantes. Es indispensable modernizar las herramientas pedagógicas para que ese diálogo sea más actual, más acorde a lo que nos depara el futuro inmediato: la inteligencia artificial, las redes sociales, nuevas formas de acceso a la información.

Hoy los estudiantes no tienen dificultades para acceder a información. Antes, quien no llegaba a tiempo a la biblioteca o no conseguía un libro, directamente no accedía al conocimiento. Hoy un libro está en el teléfono. La inteligencia artificial no es un problema en sí misma: es parte del escenario en el que se forman nuestros estudiantes.

Los estudiantes siguen yendo a la biblioteca, pero ya no van a buscar libros; van a estudiar. Eso nos plantea un desafío enorme como institución. La pandemia nos obligó a empezar a hablar de estos temas. No es que los estuviéramos pensando de antemano: la pandemia nos forzó a discutir algo que veníamos postergando.

Hoy ya no tenemos excusas. Es una discusión urgente. Porque si la universidad no se repiensa, los estudiantes van a empezar a buscar otras alternativas para formarse. Y ese es un desafío central para el presente y el futuro de la universidad pública.

—¿Qué es lo que desafían las herramientas de inteligencia artificial en términos del conocimiento universitario? ¿Qué puede ofrecer hoy una universidad en ese contexto?

—El desafío central es preguntarnos qué capacidades necesitan hoy los estudiantes, qué nuevas habilidades deben desarrollar, en un escenario donde la información está disponible de manera casi inmediata.

—Porque el razonamiento de un joven puede ser: “¿Para qué voy a ir a la universidad si acá tengo toda la información?”

—Ahí la respuesta no pasa por la información en sí, sino por el qué hacer y el cómo hacer. El desarrollo de competencias —blandas y duras—, capacidades de análisis, de cálculo, de creatividad, de resolución de problemas, es un proceso que sigue siendo acompañado por los docentes universitarios.

Hasta hace un tiempo, ese proceso implicaba trabajar contenidos teóricos, formular preguntas, proponer actividades y evaluaciones. Hoy, evidentemente, ese esquema tiene otras aristas. En algunos casos puede seguir funcionando, pero en muchos otros necesitamos repensarlo profundamente.

Creo que el desafío está en que docentes y estudiantes, junto con la tecnología y la inteligencia artificial, empiecen a transitar las fronteras del conocimiento. No sólo reproducir saberes, sino explorar hasta dónde un estudiante es capaz de resolver situaciones concretas dentro de un campo disciplinar: la abogacía, la ingeniería, la bioquímica, la kinesiología, la enfermería, por mencionar algunos.

Nuestras aulas ya no pueden pensarse únicamente bajo el esquema tradicional de banco, escritorio y pizarrón. Tienen que incorporar otras lógicas: laboratorios con realidad aumentada, acceso a herramientas de inteligencia artificial para docentes y estudiantes, simulaciones, nuevas formas de experimentación. Incluso debemos preguntarnos si algunas experiencias prácticas que hoy realizamos de manera presencial pueden ser complementadas o, en ciertos casos, reemplazadas por experiencias mediadas por tecnología.

Hay mucho por trabajar, y claramente no es lo mismo en todas las disciplinas. No es igual pensar estos cambios en educación inicial —donde formamos maestras para jardines de infantes— que en educación especial, bioquímica, física, matemática, agronomía o abogacía. Cada área del conocimiento tiene sus particularidades.

Pero lo que no podemos hacer es mirar esto desde atrás. La universidad tiene que estar un paso adelante, no esperar a ver qué pasa para decidir si incorpora o no estas herramientas. Ese es uno de los grandes desafíos de gestión.

Desde nuestro lugar, tenemos la responsabilidad de habilitar espacios de actualización para los docentes, de acompañar a los equipos docentes en la modernización de sus competencias pedagógicas. La idea es que ese proceso no fracase en el contacto con los estudiantes, sino que se convierta en una experiencia positiva, que potencie sus habilidades y los prepare mejor para el mundo del trabajo.

A esto se suma lo que hablábamos recién del sistema de créditos académicos, que cambia la perspectiva: nos obliga a pensar cómo ser más eficientes en el tiempo que los estudiantes pasan en la universidad, para que puedan certificar sus conocimientos más rápidamente, insertarse laboralmente y también tener movilidad académica, no sólo dentro de la Argentina, sino en el exterior, como ocurre en gran parte del mundo.

Creo que ahí se juega una parte central del futuro de la universidad.

—Cuando personas influyentes, como Andrés Oppenheimer, plantean que determinadas carreras van a desaparecer en diez o quince años, o figuras mediáticas como Mario Pergolini dicen directamente “no estudien Ingeniería en Sistemas”, ¿qué le genera ese tipo de afirmaciones? Pensando en un horizonte de diez años, ¿qué siente frente a eso?

—Yo creo que algo de eso hay. No se puede negar. De hecho, a las universidades ya nos ha pasado. Hay carreras que dejaron de tener estudiantes y que, sencillamente, desaparecieron. Otras cambiaron por completo sus planes de estudio e incluso sus nombres.

Por ejemplo, recuerdo la tecnicatura en microprocesadores, que existía cuando yo empecé en la universidad y hoy ya no existe. Entonces, es cierto que el mundo del trabajo va a demandar nuevas formaciones. Ahora bien, no creo que esos cambios sean de un día para el otro ni que ocurran de manera abrupta.

Lo que sí creo es que las universidades tenemos que ser lo suficientemente flexibles y dinámicas para que esos cambios no nos pasen por arriba. Tenemos que anticiparlos, acompañarlos y, en la medida de lo posible, planificarlos.

Hay una tendencia clara que observo, y es que cada vez va a ser más difícil establecer un punto de corte rígido en los trayectos formativos. Es decir, una persona empieza a estudiar Matemática, Informática o Química, y a los dos años adquiere una competencia, a los tres otra, a los cuatro otra, a los seis otra, a los ocho otra. El proceso de formación no se detiene de manera tan clara como antes.

La frontera entre el grado y el posgrado va a volverse mucho más difusa. El posgrado, tal como lo conocemos, va a resignificarse. Las personas van a empezar a construir sus trayectorias formativas a partir de distintos proyectos educativos, acumulando competencias a lo largo del tiempo. Creo que ese es, en buena medida, el futuro de las universidades.

En Informática esto se ve con muchísima claridad. Hay estudiantes que ingresan a Ingeniería Informática y eligen qué materias cursar. No necesariamente buscan recibirse. Quieren aprender determinados contenidos, llevarse ese conocimiento y aplicarlo. Y tienen todo el derecho del mundo a hacerlo.

—¿Y con esos certificados alcanza para conseguir trabajo?

—Sí, muchas veces alcanza. Pensemos en una empresa como Mercado Libre: preguntan si sabés programar en determinado lenguaje, te piden que lo demuestres y, si lo sabés, empezás a trabajar. Tal vez esa persona no cursó Cálculo General o Análisis Matemático, pero para ese puesto específico no era necesario.

Después podemos discutir cuánto se complementan esos saberes y por qué los planes de estudio tradicionales son tan extensos y exigentes, con múltiples materias que exceden un trayecto puntual. Pero lo cierto es que hay una tendencia que no podemos desconocer.

Muchos jóvenes se forman por fuera de la universidad, a través de Internet, especialmente en áreas como programación y software, o eligen formaciones “a la carta”: aprenden exactamente lo que les interesa y nada más. Frente a eso, las universidades tenemos que preguntarnos cómo respondemos.

Creo que el sistema de microcredenciales y de créditos académicos nos va a ayudar mucho a habilitar ese tipo de trayectorias. No es algo que vaya a resolverse mañana ni la semana que viene, pero sí creo que en el futuro vamos a hablar cada vez más de estos casos.

Las universidades no pueden negar esta realidad. Tenemos que aceptarla y pensar cómo gestionarla para garantizar la mejor calidad posible, de modo que los estudiantes sigan eligiendo formarse dentro de la universidad y no únicamente de manera autodirigida o por fuera del ámbito universitario.

Ese, sin dudas, es uno de los grandes desafíos que tenemos por delante.

—Con este escenario económico tan complicado, ¿qué universidad te imaginás hacia el final de su mandato?

—Yo parto de una convicción muy clara: no es función del rector elegir el escenario. El escenario es el que es, y nuestra responsabilidad es, con ese contexto, hacer lo mejor posible.

Si tengo que definir un norte personal, espero ser un rector que, en cada decisión que le toque tomar, ponga siempre a los estudiantes por delante. Pensar en los estudiantes es pensar en el sentido mismo de la universidad.

La Universidad Nacional de San Luis tiene, además, una complejidad enorme. No sólo hablamos de dieciséis mil estudiantes de grado distribuidos en las facultades, sino también de todo el sistema preuniversitario: la escuela de primera infancia, con salas de uno, dos y tres años; el nivel inicial de la Escuela Normal, con salas de cuatro y cinco; la primaria y la secundaria, con todas sus orientaciones. Es decir, acompañamos trayectorias educativas desde el primer año de vida hasta el posgrado.

Frente a esa realidad, la responsabilidad es muy grande, especialmente con los estudiantes más pequeños, pero también con todos los estudiantes de grado. Todo lo que hagamos tiene que estar pensado para ellos.

Sabemos que vamos a contar con pocos recursos para funcionar. Sabemos también que los salarios docentes y no docentes no van a poder competir con otros ámbitos laborales, y que muchos trabajadores de la universidad hoy necesitan recurrir a segundas fuentes de ingreso. Vamos a seguir poniendo nuestra voz donde sea necesario para que eso se revierta, aunque sabemos que no es algo que vaya a resolverse rápidamente.

Mientras tanto, nuestra tarea es sostener el funcionamiento pleno de la universidad: que todas las carreras sigan dictándose, que las aulas estén abiertas, que los laboratorios funcionen, que los estudiantes quieran y puedan seguir viniendo a estudiar. También que la obra social universitaria funcione, que los comedores universitarios estén abiertos y que se mantengan las condiciones mínimas indispensables para la vida universitaria.

La universidad va a seguir abierta. Va a seguir funcionando con las condiciones básicas necesarias, tomando decisiones responsables y siempre con una mirada puesta en los estudiantes, que depositan en la universidad pública una enorme expectativa y una enorme esperanza de futuro.

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