Por Claudia Hilb.
Claudia Hilb es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y obtuvo un diploma de estudios avanzados en Estudios sobre América Latina (opción Ciencias Políticas) en la Universidad de París III. Es investigadora independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina.
En 1972, en una conferencia alrededor de su obra organizada en Toronto, Hannah Arendt respondía así a su amigo Hans Morgenthau, quien le pedía que aclarara si era conservadora, liberal, o cuál era en definitiva su postura: «No sé, realmente no lo sé y nunca lo supe. Y supongo que nunca tuve una postura propiamente dicha. Como saben, la izquierda considera que soy conservadora y los conservadores a veces piensan que soy de izquierda, o inconformista o solo Dios sabe qué. Y debo decir que me tiene totalmente sin cuidado». En esa misma conferencia, Arendt apeló a la metáfora de «pensar sin barandas». «Cuando subimos y bajamos las escaleras», aclaraba, «siempre podemos tomarnos de las barandas para no caernos. Pero hemos perdido estas barandas. Eso es lo que me digo, y es ciertamente lo que intento hacer [pensar sin ellas]».
En las últimas décadas, el interés en la obra de Arendt ha crecido exponencialmente dentro y fuera de los círculos especializados en el pensamiento político. Probablemente la imposibilidad de encasillar a la autora no sea totalmente ajena a ese fenómeno, y aunque ello mismo pueda dar lugar a apropiaciones muchas veces superficiales, o a la utilización de citas sueltas con fines banalmente estetizantes, ha permitido al mismo tiempo enriquecer de manera notable la reflexión política tanto sobre los acontecimientos del siglo XX como sobre nuestras miradas hacia el mundo contemporáneo.
Es posible identificar, en la obra arendtiana, elementos que la atraviesan desde sus inicios así como distintos momentos que pueden asociarse a acontecimientos que marcan su biografía. Así, desde su tesis sobre el amor en San Agustín (1929) hasta La vida del espíritu, publicada póstumamente en 1978 tras su muerte ocurrida en 1975, es posible detectar una preocupación permanente por situar la experiencia en el espacio, tal como lo había aprendido de uno de sus grandes maestros, Karl Jaspers, y en el tiempo, en la senda de su otro gran maestro, Martin Heidegger.
No parece abusivo decir que uno de los modos en que podríamos recorrer cada uno de sus textos o cada uno de los momentos de su obra podría consistir en fijar la atención en el modo en que estas dimensiones atraviesan su reflexión. Ello, nuevamente, sin dejar de atender al modo en que esta se ve impactada por los acontecimientos que la provocan, recordando que para Arendt -tal como lo señala en el prólogo de Entre pasado y futuro-, «el pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida y debe permanecer vinculado a ellos, como únicos puntos de referencia por los que orientarse».
Así, sería posible trazar un primer arco que llevaría desde sus estudios sobre la vida de la escritora alemana Rahel Varnhagen (1771-1833) a principios de la década de 1930 a los textos que preceden a su gran libro Los orígenes del totalitarismo (1951). A través de la vida de Varnhagen se perfila la reflexión acerca del destino de aquellos judíos que, al calor de la emancipación política en Alemania a fines del siglo XVIII, buscaron asimilarse a la sociedad en que habitaban. Ello supuso, en términos generales, el esfuerzo individual por insertarse en un espacio de pertenencia, renunciando al legado de la propia tradición. Pero, a ojos de Arendt, la asimilación como proyecto individual intenta soslayar -y a la vez pone en evidencia- el hecho de que, si bien los judíos habían logrado la emancipación política, seguían siendo, como grupo, socialmente marginados.
El advenimiento del nazismo clausura de manera brutal aquellos sueños individuales de asimilación, arrojando a todos los judíos por igual a la condición de «parias». En diversos textos de esos años, y de manera señalada en La tradición oculta (1944), Arendt elabora la posibilidad de otra tradición, la tradición del paria consciente, hilando en un relato los retratos de autores y actores -Heinrich Heine, Franz Kafka, Charles Chaplin, Bernard Lazare- que en su acción o su obra se han diferenciado tanto de la búsqueda individual de asimilación del advenedizo, como de la aceptación resignada de la marginación del paria.
En 1933, Arendt, nacida en 1906 en un hogar judío laico de Königsberg, huye de Alemania hacia Francia, de donde logrará huir nuevamente, esta vez hacia Estados Unidos, en 1941. Entre 1945 y 1949 se abocará a la elaboración de la que probablemente sea su obra más resonante, Los orígenes del totalitarismo, una parte de la cual surge de la reelaboración de textos producidos en los años precedentes y no publicados por entonces, «aún en total desconsuelo y tristeza, pero ya saliendo de la indignación muda y el horror impotente». Había llegado el momento de intentar comprender cómo pudo acaecer lo inimaginable. «¿Qué sucedió, por qué sucedió, cómo pudo suceder?», son las preguntas con las que intentaba lidiar, advierte Arendt en el prólogo de 1966 a la reedición de esta obra.
Como nadie antes que ella, Arendt insistirá en que el totalitarismo no puede deducirse simplemente de sus antecedentes ni comprenderse en los términos de los regímenes ya conocidos: dictaduras, despotismos. Sus antecedentes -analizados en profundidad en sus dos primeras partes, «Antisemitismo» e «Imperialismo»- permiten ir percibiendo cómo se desarrollan los distintos elementos que cristalizarán de manera catastrófica en un régimen de nuevo tipo, el régimen totalitario, objeto de la tercera parte del volumen.
El totalitarismo es un régimen inédito, en tanto innova de manera radical en la comprensión de la ley, sustituyendo la ley positiva y el ordenamiento legal por la voz del Führer como enunciadora de una supuesta ley de la naturaleza o de la historia a la que todos han de plegarse. En los términos clásicos heredados de Montesquieu, se trata de un régimen cuya naturaleza es el gobierno del terror, sostenido y reproducido en el principio de acción que le provee la ideología en tanto subordinación de la acción a la lógica implacable de una idea, como anulación del pensar reflexivo; de un régimen que anula la pluralidad, la diferencia y elimina toda distancia, esto es, toda libertad, entre los seres humanos, a los que a la vez aísla y amontona.
Podemos trazar un segundo arco que nos lleva desde comienzos de la década de 1950 hasta la crónica del juicio de Eichmann, en 1963, e identificar un hilo que liga tres libros fundamentales de la obra arendtiana, La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro (1961) y Sobre la revolución (1963), en torno de la reflexión sobre la acción política como acción libre en un espacio compartido y de su destino en la modernidad.
La condición humana es, junto con el póstumo La vida del espíritu, uno de los libros más propiamente filosóficos de Arendt; propone una indagación de las distintas esferas del actuar humano: la labor en tanto reproducción vital, el trabajo como producción de un mundo de objetos duraderos, la acción propiamente dicha como capacidad de iniciar lo nuevo, de aparición del «quien» de cada cual en una escena compartida, que solo existe en tanto actuamos y que se desvanece cuando dejamos de hacerlo. Pero es, simultáneamente, un diagnóstico del ocaso de la acción en la modernidad: la sustitución del poder (que se ejerce en la escena pública mediante actos y palabras) por la administración; y la disolución del actor singular, que se revela en su aparecer en un espacio compartido, en la masa impersonal.
Los textos incluidos en Entre el pasado y el futuro reponen a su manera las preguntas con que cierra La condición humana, pero reconectan al mismo tiempo con la preocupación arendtiana, presente en La tradición oculta, sobre la dificultad de actuar y pensar libremente cuando hemos perdido el suelo seguro que nos brindaba una tradición -estamos una vez más ante el desafío de pensar sin barandas o, en la frase de René Char que abre su prólogo, el de hacer frente a una herencia sin testamento-. Así, en la interrogación sobre la libertad se pone en evidencia que la asociación entre libertad y política, o la comprensión de la libertad ante todo como libertad mundana, pública, antes que como un atributo del individuo aislado, ya no va de suyo en el mundo contemporáneo.
En la indagación sobre la autoridad -¿qué es, o tal vez sea mejor decir qué ha sido la autoridad?, se pregunta Arendt- se enfoca en la forma en que el quiebre de la autoridad de la tradición, y con ella de la tradición de la autoridad, nos enfrenta a la dificultad de tener que asentar cada vez nuestras acciones y nuestras convicciones en la acción misma, en nuestra capacidad de juzgar, sin poder contar con el suelo seguro de aquello que es transmitido como acervo común de significaciones y sentidos, de generación en generación. Ciertamente, dirá Arendt, es posible que recién ahora, en esta brecha entre el pasado y el futuro en que nos hallamos ante el quiebre del hilo de la tradición, pueda aparecerse ante nosotros el presente en toda su novedad. Pero existe el riesgo, y no es un riesgo menor, de que ese quiebre nos deje sumidos en un presente sin espesor, o que convoque a la adhesión a cualquier contenido que llene ese vacío de sentido en que nos encontramos.
Por fin, en Sobre la revolución Arendt se enfrenta a las revoluciones modernas, la francesa y la estadounidense, para hallar en esta última un momento de fundación de la libertad, esto es, de un poder surgido de la acción de los seres humanos entre sí y asentado en las promesas -es decir, que emana de la única fuente efectiva del poder, a ojos de Arendt-. Pero también aquí el diagnóstico final es poco esperanzador: no solo que la revolución moderna ha quedado asociada a la experiencia francesa de apropiación de los resortes de mando por una minoría, y no por la experiencia fundacional estadounidense, sino que también esta última ha derivado, en última instancia, en una forma de gobierno en la que la administración de la prosperidad se ha impuesto por encima de la búsqueda de la felicidad pública.
Tracemos, por fin, un tercer arco que conduce de Eichmann en Jerusalén (1963) hasta su libro póstumo, el inconcluso La vida del espíritu. El juicio de Eichmann, al que Arendt asistió a su pedido como cronista para el New Yorker, marcaría la reflexión de Arendt en los años siguientes; su apreciación de la incapacidad del jerarca nazi por pensar por sí mismo, por fuera de clichés y frases hechas, la llevaría a ahondar en la interrogación acerca de la actividad del pensar y del juicio, y de la relación de estas actividades con el mal. La noción de la banalidad del mal, tan ligeramente rechazada por sus detractores, lejos de exculpar a los criminales o, por así decir de banalizarlos, nos ponía, entendía Arendt, frente a un horror más difícil de concebir aún que la maldad diabólica, y contradecía el modo en que la tradición había concebido el mal.
Los textos de sus clases de 1965 y 1966, reunidos en Responsabilidad y juicio, vuelven desde diversos ángulos sobre el impacto que esa constatación produjo en ella. En ellos, Arendt indaga en la relación del mal con la ausencia de pensar y la incapacidad de juzgar -la ausencia del diálogo de cada quien consigo mismo, del dos en uno de la conciencia, la incapacidad de relacionarse con el mundo y con los demás a través del juicio-. En esa incapacidad de pensar en diálogo con uno mismo, de rememorar las acciones como propias y de juzgar de manera ampliada -concluirá en «Algunas cuestiones de filosofía moral»- «radica el horror y al mismo tiempo, la banalidad del mal».
La vida del espíritu debía constar de tres partes, «El pensar», «La voluntad» y «El juicio». Arendt no llegó a escribir la tercera y decía sentirse incómoda con la segunda. Señalemos someramente que la primera retoma y profundiza las meditaciones de esos años sobre el diálogo del dos en uno de la conciencia y explicita el modo en que esta capacidad, que opera con invisibles (conceptos, ideas, significados, diálogo silencioso con uno mismo), prepara la capacidad de juzgar, que opera con casos particulares.
De las elaboraciones de la sección del pensar, pero también de los numerosos textos de Arendt de aquellos años, podemos concluir que en la sección sobre el juzgar habría de tomar forma más elaborada su apropiación de esta capacidad como capacidad reflexiva. Esto es, una capacidad, una actividad, que lejos de subsumir bajo una máxima ya dada los juicios que formulamos, nos invita a elevar nuestro juicio a partir de un caso particular, con una pretensión de validez universal que no se sostiene en una verdad exterior, sino en nuestra búsqueda por juzgar aquello que acontece a través de una mirada ampliada que -partiendo de nuestra posición- pueda imaginar otras miradas, otras posiciones, en una escena compartida. Que pueda elevar un juicio, entonces, carente de barandas, sean estas las de la tradición o las de una autoridad, que no ceda a la tentación de someterse a alguna nueva verdad de cualquier tipo que haría innecesario el ejercicio, el esfuerzo, de pensar y juzgar ante esta, nuestra herencia sin testamento.