Por Andrés Pertierra.
Doctorando en Historia Latinoamericana y del Caribe en la Universidad de Wisconsin-Madison, con especialización en historia de Cuba.
El 1 de abril de 1980, seis cubanos que buscaban asilo estrellaron un autobús urbano contra las puertas de la embajada de Perú en La Habana. El equipo de seguridad cubano de la embajada intentó detener la furgoneta, pero no lo consiguió, y mató involuntariamente a uno de los suyos en el fuego cruzado. El gobierno peruano se negó a devolver a los refugiados al gobierno cubano. Fidel Castro trató de forzarlos retirando a los agentes de seguridad, pero esto se revelaría un grave error de cálculo: miles de personas más se abalanzaron sobre la legación diplomática para solicitar asilo, y esto convirtió lo que inicialmente era un escándalo menor en un gran acontecimiento internacional. Tras un prolongado asedio, el gobierno cubano resolvió la situación permitiéndoles a los descontentos salir por el puerto de Mariel. Transportados por una improvisada flota privada de barcos, en su mayoría procedentes de Florida, unos 125.000 cubanos abandonaron la isla en los meses siguientes. Ahora estamos viviendo otro éxodo, comparado con el cual el Mariel parece una pálida sombra. Durante años, la población de Cuba se había estancado en poco más de 11 millones, pero en la última media década, entre uno y dos millones de personas han abandonado el país como emigrantes. Sumado al envejecimiento de la población, apenas quedan en la isla unos ocho millones de personas (según cálculos del académico cubano Juan Carlos Albizu-Campos), en contraste con la cifra oficial de 9,7 millones.
Estos guarismos son abrumadores para cualquier país que no esté en estado de guerra. Y a diferencia del éxodo del Mariel, este no ha sido acompañado de protestas organizadas por el gobierno para insultar a los que se van como «lúmpenes», «gusanos» o «escoria»; más bien, las autoridades los ha alentado, facilitando la entrada sin visado a Nicaragua, asegurándose de que quienes tienen dinero puedan irse. La emigración es ahora una válvula de escape que libera parte de la rabia y la desesperación que detonaron en las protestas masivas en 2021, con repetidos estallidos cada año desde entonces.
Mientras persistan estos sentimientos, el gobierno no puede permitirse cerrar la válvula. Y no se vislumbra un final. El acuerdo implícito de la era de Raúl Castro según el cual el Partido Comunista mantendría su monopolio del poder a cambio de crecimiento económico está muerto y enterrado, y con él, la esperanza de que las cosas mejoren en el corto plazo.
Cuando llegué a La Habana en febrero de 2024, lo tuve mucho más fácil que en viajes anteriores. Pasé por la aduana sin apenas preguntas; la enorme sala por la que suelen pasar colas interminables de turistas y otros visitantes estaba vacía, salvo por los pasajeros de mi vuelo. Aun así, la recogida de equipajes tardó casi una hora, porque todos los pasajeros llevaban varias maletas de más, todas ellas llenas hasta reventar. Un compañero de vuelo, frustrado por el retraso, me explicó la razón: «Hay hambre». Gran parte del equipaje estaba lleno de comida y medicinas. Mientras esperaba mis maletas, noté un gran anuncio de una empresa aparentemente privada que entrega diversos productos internacionales, que se pueden comprar por internet, en direcciones de la isla, lo que supone una ruptura con el monopolio estatal de la publicidad en la terminal del aeropuerto. Aun así, al salir del aeropuerto por calles notablemente vacías (un síntoma de la escasez de gasolina, con el país luchando por pagar importaciones energéticas de cualquier tipo), vi viejos carteles políticos en vallas metálicas con eslóganes sobre la Revolución. Mucho ha cambiado, pero algunas cosas siguen igual. Mi padre, emigrante cubano, me contó de niño que visitó Cuba en los peores años del colapso económico postsoviético de la década de 1990, una época que Fidel Castro denominó «Periodo Especial en Tiempos de Paz», reconociendo que la escasez solo rivalizaba con la de los tiempos de guerra. Cuando mi padre y su primo llegaron, caminaron unas cuantas manzanas alrededor de su hotel e inmediatamente después volvieron a sus habitaciones y durmieron hasta el día siguiente, abatidos por lo mal que estaban las cosas. Nunca entendí del todo ese sentimiento hasta mis visitas en 2022 y de nuevo este último año.
El aire salado del mar en La Habana sopla desde el Caribe y devora con avidez cualquier cosa expuesta a él, corroyendo el metal como si fuera ácido. El famoso Malecón de la ciudad está salpicado de edificios en estado de derrumbe parcial o total tras décadas de abandono, huracanes e inundaciones periódicas. Adentrándose en la propia ciudad, hay casas enteras que apenas se mantienen en pie gracias a improvisados soportes de madera junto a solares vacíos con ruinas dispersas, saqueadas hace tiempo en busca de materiales de construcción que la mayoría de los cubanos no puede permitirse comprar en los almacenes estatales. En un momento dado, el Estado intentó convertir los solares vacíos en pequeños parques, como el que hay en la intersección de la calle 23 y el Paseo, pero cada vez más quedan como simples montones de escombros. La Habana parece una ciudad sitiada. La efervescente ciudad de mediados de los años 2010 parece estar a muchas décadas de distancia. Atrás han quedado las fachadas recién pintadas y la expansión como hongos de pequeños negocios tras las limitadas reformas de mercado de Raúl Castro; algunos negocios sobreviven, pero se han reducido drásticamente. El único tipo de empresa que parece haber proliferado son las tiendas que venden alimentos importados, permitidas desde que el Estado cedió su monopolio sobre las importaciones de comida en 2020. Los cubanos de clase trabajadora se quejan de que las raciones estatales de productos como leche en polvo o pollo llegan tarde o no llegan, pero la tienda de la esquina tiene toda la comida que se pueda desear.
El Malecón, antaño un popular punto de encuentro, parece prácticamente abandonado la mayoría de los días. Y con el aumento de la delincuencia, las noches se han vuelto más peligrosas. A mí mismo me robaron y estrangularon una noche en el Malecón delante de media docena de testigos, a solo una cuadra del edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores; cuando logré rastrear el lugar exacto donde se habían llevado mi teléfono robado, en Centro Habana, la policía me informó que era básicamente una zona inaccesible para ellos. Un funcionario del Ministerio del Interior mencionó delante de mí que están teniendo problemas de personal porque «todo el mundo quiere irse».
Antes de la Revolución, mi abuelo era contable de Shell, cuya oficina estaba a solo unas manzanas del Capitolio de La Habana. Cuando asistí a la universidad en Cuba hace una década, gran parte del edificio de oficinas estaba en avanzado estado de deterioro, a pesar de estar ubicado en una zona turística. Recientemente, la estructura ha sido restaurada con un nuevo esplendor, pero ahora alberga tiendas de artículos exclusivos que habrían sido difíciles de imaginar en la Cuba de Fidel Castro: perfumes de lujo, ropa de diseño y montones de carteras. Esta Cuba capitalista había desaparecido poco a poco durante la década de 1960, culminando en la Ofensiva Revolucionaria de 1968, tras la cual incluso pequeños comercios como peluquerías o puestos de lustrabotas pasaron a funcionar como empresas estatales. Durante la Guerra Fría, el sector estatal representaba, a todos los efectos, la totalidad de la economía legal, y el sector privado solo resurgió parcialmente en la década de 1990, como resultado de limitadas y a regañadientes reformas de mercado que Fidel Castro permitió ante la crisis económica. Cuando comencé mis estudios universitarios en 2008, gran parte de La Habana «moría» todos los días alrededor de las 5 de la tarde, con pocas excepciones como restaurantes (algunos privados), gasolineras y farmacias. Cuando me marché en 2013, en cada manzana de La Habana había uno u otro pequeño negocio abierto hasta bien entrada la noche, algunos con luces brillantes, música a todo volumen y menús relucientes, en contraste con los sombríos, espartanos y a menudo bastante sucios establecimientos estatales. Aunque la agricultura permanecía en gran medida sin reformarse –una de las principales razones de que los alimentos sean tan caros y la productividad rural tan baja– y las empresas solo podían ser bastante pequeñas y dedicarse a determinadas actividades, las reformas representaron un cambio radical. Contemplando el antiguo despacho de mi abuelo, me pregunté qué habría pensado él de la penetración del capitalismo en Cuba tanto tiempo después de haber huido por su giro al socialismo. Un cubano sobre cuya opinión no tuve que especular fue un trabajador con el que hablé y que vio cómo nacionalizaban el taller de reparación de coches de su familia durante la Ofensiva Revolucionaria. «Oiga, vino la Revolución y se llevó el taller porque era por el bien del país, y nosotros lo cedimos. Bien. Pero ahora la propiedad privada vuelve a ser aceptada y el gobierno reconoce que no tenían que nacionalizarlo todo. ¿Nos van a devolver algo?».
Las masivas protestas de julio de 2021 sacudieron Cuba hasta sus cimientos y desencadenaron una ola represiva que no se veía desde los primeros años de la Revolución. El sucesor designado por Raúl Castro, Miguel Díaz-Canel, apareció en televisión vestido con uniforme militar, lo que suponía un gran cambio con respecto a su vestimenta civil habitual (a diferencia de Fidel Castro, que vivía vestido de militar), para decir que «se ha dado la orden de combate»: «todos los revolucionarios, a la calle». Además de las imágenes y los videos de las fuerzas de seguridad golpeando a los manifestantes, que en ocasiones respondían lanzando piedras a la policía, hubo evidencias de que los partidarios del gobierno se armaron con palos y cualquier otra cosa que encontraban. En una Cuba en la que la represión había sido casi quirúrgica hasta 2021, el uso de la represión masiva supuso un cambio histórico, y eclipsó incluso los «actos de repudio» durante el Mariel. De manera poco sorprendente, el Estado y sus partidarios consideraron que las protestas eran un complot orquestado desde el exterior, que se valió de las redes sociales para atizar el descontento. Pero también reconocieron los efectos de la crisis económica causada por la combinación de los cierres por la pandemia de covid-19 y las fuertes sanciones del primer gobierno de Donald Trump, que Joe Biden nunca levantó por completo. Señalaron cómo muchos de los manifestantes surgieron de zonas marginadas. Centro Habana, el barrio más densamente poblado del país, tiene una larga tradición de disturbios populares, el más famoso de los cuales fue el maleconazo de 1994, cuando miles de personas salieron de los barrios populares hacia el Malecón, protestando contra los apagones, la escasez y el propio sistema político. Pero las protestas de 2021 comenzaron fuera de La Habana y se extendieron a todo el país. Incluyeron levantamientos en los barrios de chabolas de la capital (llamados llega y pon, por los emigrantes que «llegaban y ponían» allí sus improvisadas chabolas de metal). Estas favelas cubanas incluyen lugares como la Isla del Polvo de Marianao y barrios en el corazón de la ciudad como El Fanguito. En las llega y pon, las poblaciones indigentes sobreviven en gran medida al margen de los programas sociales estatales. Muchos no pueden acceder a las raciones ni a otros subsidios del Estado porque sus lugares de residencia legal se encuentran fuera de la capital, lo que los hace aún más vulnerables a las crisis económicas. El gobierno trató de proporcionar más servicios y reparar la infraestructura de estos barrios después de 2021, pero en medio de la actual crisis económica la mayor parte de estas iniciativas se han paralizado.
Con los sucesores de Fidel –primero su hermano Raúl y ahora Díaz-Canel–, el gobierno cubano hizo un trato implícito con la población: las reformas económicas avanzarían, dando a la gente vías legales más viables para sobrevivir en la isla, pero solo mediante cambios controlados desde arriba. Las consultas periódicas permitían a los cubanos sentirse parte del proceso de cambio, pero el poder y la autoridad últimos residían en el Estado unipartidista. Aunque al principio la gente se mostró escéptica ante las lentas y desiguales reformas económicas, estas resultaron lo bastante significativas como para que, por primera vez en décadas, una parte considerable –aunque todavía minoritaria– de la fuerza laboral se integrara en el sector no estatal. En 2021, ese acuerdo –una vida económica mejor a cambio de la continuidad del monopolio del poder del partido-Estado– no era más que un recuerdo. La avalancha de subvenciones procedentes de Venezuela, financiadas con las exportaciones de petróleo, empezó a agotarse a mediados de la década de 2010. Sectores como el turismo ayudaron a amortiguar el impacto durante un tiempo, pero la estrategia de máxima presión de Trump pronto paralizó la industria. Entre las medidas de Washington estuvieron la activación del Título iii de la Ley Helms-Burton (que permite demandar a quienes utilicen propiedades nacionalizadas, como instalaciones portuarias u hoteles, bajo la acusación de tráfico de bienes robados) y la reinserción de la isla en la lista de Estados patrocinadores del terrorismo. Durante todo este tiempo, el Estado había conservado el monopolio de las importaciones y exportaciones, y sin los ingresos del turismo, perdió una fuente esencial de divisas.
Las consecuencias de las sanciones de Trump frustraron profundamente a los cubanos, pero debido a que el gobierno llevaba décadas culpando al embargo de todos los problemas económicos –incluso cuando este no era el factor principal–, la población responsabilizó mayormente al Partido por la crisis actual. El valor real del peso cubano se desplomó: el tipo de cambio oficial cayó en picada de 25 pesos por dólar a 125, mientras que en el mercado paralelo el dólar alcanzaba los 300 pesos, lo que aniquilaba en los hechos los ahorros en moneda local. El Estado ha iniciado en los últimos meses un proceso de dolarización parcial, obligando a pagar en divisas en determinados comercios y la gasolina de alta gama, en una aceptación a regañadientes de su incapacidad para bajar la inflación.
El cierre del país como consecuencia de la pandemia de covid-19 asfixió de la noche a la mañana lo que quedaba del sector turístico, al tiempo que llevó al borde del abismo al ya debilitado sector sanitario. Incluso cuando viví en Cuba a finales de la década de 2000 y principios de 2010, los médicos cobraban cada vez más «en especies» por sus servicios (muchos esperaban «regalos», a menos que tuvieras contactos) para compensar unos salarios en gran medida simbólicos, y las condiciones sanitarias de los hospitales se deterioraban rápidamente. Un conocido de unos amigos murió de hepatitis c por una aguja mal esterilizada durante un procedimiento rutinario. La incapacidad crónica del Estado para producir o importar medicinas suficientes –incluso básicos como el paracetamol– ha obligado a la gente a depender de familiares en el exterior, sin los cuales podrían enfrentar discapacidades o incluso la muerte.
A pesar del éxito inicial en la contención del covid-19, en los primeros meses de 2021 el virus se propagó sin control, diseminándose rápidamente entre la población de la isla, aún no vacunada. Entre las crecientes frustraciones económicas, el colapso del sistema sanitario y los apagones masivos debidos a la escasez de combustible, todo ello combinado con el calor del verano, no es de extrañar que en julio de 2021 la gente estuviera harta.
Actualmente no se ofrece ninguna solución para abordar la ruptura del acuerdo implícito entre el gobierno cubano y su pueblo. Los eslóganes más épicos del pasado, como «Venceremos» o «Patria o muerte», han sido sustituidos cada vez más por el más modesto «Mejor es posible». Cada vez menos gente parece creerlo. Cuando pregunté a varios cubanos sobre el futuro, algunos expresaron sus frustraciones con una franqueza sorprendente para un Estado policial. Respondieron sistemáticamente que se sentían impotentes y admitieron que «tenemos miedo». Dado que las respuestas policiales a las protestas durante y después de 2021 han implicado largas penas de prisión y, en ocasiones, la movilización de los boinas negras –una rama de las fuerzas especiales del Ministerio del Interior–, este temor no es difícil de entender. Como en el marco clásico del economista alemán Albert O. Hirschman, agotadas las opciones de «voz» (protesta) y en ausencia de «lealtad» al régimen, cada vez más cubanos recurren a la opción restante: la salida.
En los tres años anteriores a septiembre de 2024, unos 850.000 cubanos llegaron a Estados Unidos. Durante la última media década, el trío formado por Cuba, Venezuela y Nicaragua ha superado en ocasiones a las fuentes históricas de la mayor parte de la inmigración latinoamericana a eeuu, incluido México. Tras las protestas de 2021, el gobierno cubano negoció un acuerdo con la dictadura de Daniel Ortega que permite a los cubanos viajar a Nicaragua sin visado (La Habana ya había abolido años atrás su «visado de salida» de estilo soviético).
Aunque muchos de estos emigrantes acaban llegando a eeuu, algunos están empezando de nuevo sus vidas en otros lugares de América Latina o en la pujante comunidad cubana de España. El retorno a la Presidencia de Trump introduce, a la vez, cierta incertidumbre en este panorama, mientras que simultáneamente refuerza la trayectoria actual de la isla. La incertidumbre viene de la tensión dentro de la coalición maga [Make America Great Again] entre las tendencias xenofóbicas y aislacionistas, a menudo compartidas por grupos inmigrantes conservadores, y el deseo de varios grupos (cubanos, iraníes, vietnamitas, venezolanos y otros) de ver excepciones para personas de su nacionalidad y políticas agresivas hacia los gobiernos de sus países de origen. tv y Radio Martí, por ejemplo, iban a ser totalmente desmanteladas durante el apogeo del Departamento de Eficiencia Gubernamental (doge, por sus siglas en inglés), pero luego se les permitió seguir existiendo por razones políticas.
Con sus políticas agresivamente antiinmigrantes y la eliminación de permisos de permanencia temporal (parole) creado por Biden como vía de inmigración legal para cubanos, venezolanos y nicaragüenses, aumentan las dificultades de la larga odisea por tierra desde Centroamérica hasta el Río Bravo. En tiempos «normales» para la isla, quizás este tipo de medidas contribuiría a frenar el éxodo. Pero en el actual contexto, el empuje del colapso total de la economía y la infraestructura en Cuba es demasiado fuerte. Puede que disminuya en algo la huida de cubanos, pero cabe sospechar que para muchos será solo un cambio temporal de destino. En Cuba la meta dejó, hace tiempo, de ser solo eeuu: ahora impera el «pa’ donde sea».
Algunos incluso han saltado a los titulares internacionales al unirse a los rusos en su invasión de Ucrania, a cambio de la ciudadanía. Un cubano mayor que conocí en un vuelo de La Habana a Colombia me dijo que viajaba a Bogotá para tomar allí un vuelo a Nicaragua, porque todos los vuelos directos a Managua estaban completos. Cuando le pregunté si eso significaba que pensaba ir a pie desde Nicaragua hasta eeuu, me dijo que sí y se quedó mirando al frente, ensimismado. No solo se marchan los cubanos más pobres. Los ministerios se enfrentan a problemas de reclutamiento: una jueza llamada Melody González Pedraza, que tras las protestas de 2021 había condenado a manifestantes a penas de cárcel, llegó a eeuu el año pasado y solicitó asilo –el cual le fue negado–. En octubre de 2024, Cuba bullía con la noticia de que un viceministro del gobierno, Juan Carlos Santana Novoa, se había dirigido a eeuu para solicitar asilo mientras se encontraba en un viaje oficial en México; al parecer, llegó a eeuu cuando todavía estaba en funciones. Aunque no es nada nuevo que los cubanos descontentos abandonen la isla por diversas razones, incluso después de largas carreras al servicio del gobierno, la magnitud de las antiguas figuras del Estado que huyen ahora del país o se retiran al sur de Florida no se había visto al menos desde el Periodo Especial de la década de 1990.
Lo que suceda a continuación es difícil de predecir. El apoyo popular al gobierno parece estar en su punto más bajo, con la salvedad de que Cuba no dispone de datos públicos sobre encuestas. Pero mientras la policía, los militares y otros miembros del gobierno no se fracturen ante las protestas, su control del poder seguirá firme. No parece probable que las condiciones económicas mejoren pronto, lo que significa que el gobierno no haría bien en intentar limitar el éxodo que está despoblando la isla. Sin embargo, ¿cuánta gente puede perder un país –especialmente trabajadores jóvenes, sanos y formados– antes de colapsar?
Mientras que una reforma de mercado en el campo podría haber estimulado el tipo de mejoras de productividad vistos en China y Vietnam en la década de 1980, la Cuba rural está ahora cada vez más deshabitada, llena de pueblos casi fantasmas poblados por ancianos y carentes incluso de animales de carga. La ayuda exterior de Rusia, China, México y Venezuela ha contribuido a salvar al país del colapso total, pero ninguno de los amigos de Cuba está dispuesto a ofrecer las subvenciones masivas necesarias para volver a poner en pie la economía. E incluso con más dinero, la infraestructura energética del país, en ruinas y causante de apagones crónicos, tardaría años en sustituirse. Mientras tanto, es difícil gestionar una economía sin electricidad. El gobierno apuesta ahora a los paneles solares. Ha permitido a las empresas, estatales y privadas, importarlos sin impuestos como forma de tratar de paliar la crisis. No obstante, el éxito de ese proyecto todavía es una pregunta abierta, ya que tomará bastante tiempo –durante el cual el país seguirá económicamente paralizado– y, por otro lado, el problema de raíz en Cuba nunca ha sido falta de recursos sino la mala gestión y la corrupción generalizada en todos los niveles. En febrero pasado se informó del robo de tornillos de los paneles solares en parques fotovoltaicos para venderlos en el mercado negro, y la fiscalía amenazó con procesar a los responsables por el delito de sabotaje.
El mensaje nacionalista que sostuvo al gobierno por décadas también está perdiendo su efecto. A finales de la Guerra Fría, Cuba, al igual que sus aliados de Europa del Este, había desechado la idea de superar al mundo capitalista, pero la imagen de un Estado soberano, moralmente superior y orgulloso al menos ayudó a aliviar el dolor económico. Hoy, los otrora alabados sistemas de educación y sanidad del país no solo están deteriorados, sino que son cada vez más disfuncionales, y la emigración masiva de cubanos se ha convertido en una vergüenza nacional.
Hace una década, hablar demasiado alto contra el gobierno en público podía acarrear problemas; hoy, en las colas para adquirir productos racionados y cada vez más caros, se puede oír a la gente callar a gritos a quienes intentan defender a las autoridades. Aunque la amenaza de represión ha disuadido el resurgimiento de las protestas masivas, estas críticas públicas demuestran el alcance del descontento popular. El resquebrajamiento del orgullo nacional es especialmente evidente entre los jóvenes. Un académico ha llegado a afirmar abiertamente en la televisión cubana que sus estudiantes universitarios consideran que haber nacido en Cuba es la mayor desgracia que les ha podido ocurrir. Los programas de justicia social y modernización económica prometidos por la Revolución yacen en ruinas, lo que deja la isla cada vez más poblada por aquellos demasiado viejos, demasiado pobres o demasiado enfermos para salir, y por los fantasmas de un sueño que hace tiempo que se ha convertido en pesadilla.
Puede que los cubanos no puedan votar por el cambio en la isla, pero pueden votar con los pies. En ese frente, los resultados son inapelables.
Nota: una versión anterior de este artículo, en inglés, se publicó en Dissent, primavera de 2025, con el título «The Cuban Exodus». Traducción: Pablo Stefanoni.