El complot neorreaccionario de Curtis Yarvin

En los últimos tiempos, Curtis Yavin pasó de la marginalidad del mundo de la «Ilustración oscura» a atraer el interés de políticos republicanos de primer orden. Su propuesta de que el país sea gobernado por un CEO-monarca y otras de sus excentricidades antidemocráticas parecían una broma. Pero hoy una parte de la derecha parece seducida por ellas.
22 de agosto de 2025

Por Ava Kofman

Redactora en The New Yorker. Recibió el premio del Club Nacional de Prensa y el Premio Hillman de Periodismo.

 

A mediados de 2008, cuando Donald Trump todavía era oficialmente un demócrata, un bloguero anónimo que se hacía llamar Mencius Moldbug publicó un manifiesto en entregas que presentó como una «Carta abierta para progresistas de mente abierta»1. Escrita con el desdén burlón del ex-creyente, la carta de 120.000 palabras argumentaba que, lejos de haber convertido el mundo en un lugar mejor, el igualitarismo era el verdadero responsable de la mayoría de sus defectos. El hecho de que sus biempensantes lectores opinaran lo contrario, sostenía Moldbug, se debía al influjo de los medios y de la academia, que colaboraban, aun sin saberlo, en la perpetuación del consenso liberal de izquierda. Propuso darle a esta alianza nefasta el nombre de «La Catedral». Moldbug reclamaba nada menos que su destrucción y un «reinicio» completo del orden social por medio de «la liquidación de la democracia, la Constitución y el Estado de derecho» y la posterior transferencia de poder a un «ceo en jefe» (alguien como Steve Jobs o Marc Andreessen, sugería) para convertir el gobierno en «una corporación armada hasta los dientes, sumamente rentable». Este nuevo régimen pondría en venta las escuelas públicas, destruiría las universidades, aboliría la prensa y encarcelaría a las «poblaciones descivilizadas». También despediría en masa a los empleados públicos (una medida que Moldbug llamó rage, «ira» o «furia», por las siglas en inglés de la frase «jubilen a todos los funcionarios») e interrumpiría las relaciones internacionales, incluidas «las garantías de seguridad, la ayuda internacional y la inmigración en masa».

Moldbug reconocía que su programa dependía de la cordura de su ejecutivo en jefe: «Está claro que si él o ella resulta un Hitler o Stalin simplemente habremos recreado el nazismo o el estalinismo». Pero, a la vez, también desdeñaba los fracasos de los dictadores del siglo xx que, según él, habían confiado demasiado en el apoyo popular. Para Moldbug, cualquier sistema que buscara legitimarse en las pasiones de las masas estaba condenado a la inestabilidad. Sus críticos lo tacharon de tecnofascista, pero él prefería verse como un monárquico o como un jacobita: un guiño a los partidarios del rey Jacobo ii y sus descendientes, que en los siglos xvii y xviii se opusieron al sistema parlamentario británico, defendiendo el derecho divino de los reyes. Ni siquiera hacía falta meterse con la Revolución Francesa, bête noire de los pensadores reaccionarios: Moldbug creía que eran la Revolución Inglesa y la Revolución Estadounidense las que habían ido demasiado lejos.

Aunque la carta abierta de Moldbug mostraba poca estima por las masas, daba a entender que todavía podrían ser de alguna utilidad. «Al comunismo no lo derrocaron Andréi Sájarov, Joseph Brodsky o Václav Havel», escribía: «Lo que hizo falta fue la combinación del filósofo y la multitud». El mejor lugar para reclutar una multitud, señalaba –con astuta intuición–, era internet. No tuvo que pasar mucho tiempo para que el blog de Moldbug, Unqualified Reservations, comenzara a circular entre libertarios techies, burócratas descontentos autoproclamados racionalistas, entre los que se contaban muchos de los integrantes de las tropas de choque de un movimiento intelectual de internet que llegó a conocerse como la «neorreacción» o «Ilustración oscura». Fueron pocos los que se hicieron monárquicos a fondo, pero las herejías de Moldbug parecían darle voz a su desprecio por el progreso de la era Obama. En la expresión más influyente de su cosecha, que rápidamente ganó popularidad entre la incipiente alt-right (derecha alternativa), Moldbug alentaba a sus lectores a despertarse del sueño ideológico por medio de la red pill, la «pastilla roja» que toma el personaje de Keanu Reeves en la película Matrix cuando elige la verdad desafiante sobre la cómoda ignorancia.

En 2013, un artículo del sitio de noticias TechCrunch, «Geeks for Monarchy» [Geeks por la monarquía], reveló que Mencius Moldbug era el alias virtual de Curtis Yarvin, un programador de 40 años que vivía en San Francisco2. Mientras trataba de rediseñar el gobierno estadounidense, Yarvin también soñaba con un nuevo sistema operativo informático que llegara a convertirse en una «república digital». Fundó una empresa a la que le puso el nombre de Tlon, por el cuento de Borges «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» en el que una sociedad secreta describe un elaborado mundo paralelo que de a poco se apodera de la realidad. Durante la colecta de fondos para su startup, Yarvin se volvió una suerte de Maquiavelo para sus benefactores de círculos big tech, que compartían su visión de que el mundo estaría mejor con ellos a cargo. Entre los inversores de Tlon se contaban empresas de capital de riesgo como Andreessen Horowitz y Founders Fund, esta última creada por el multimillonario Peter Thiel. Tanto Thiel como Balaji Srinivasan, por entonces socio general de Andreessen Horowitz, se habían hecho amigos de Yarvin después de leer su blog, aunque los correos electrónicos que me compartieron daban a entender que en aquella época a ninguno de los dos les gustaba demasiado quedar asociados públicamente con él. «¿Qué tan peligroso será que nos vinculen?», le preguntó Thiel a Yarvin en 2014. «Un pensamiento tranquilizador: una de nuestras ventajas secretas es que esos tipos [los guerreros de la justicia social] no creerían en una conspiración ni aunque la tuvieran frente a los ojos (esta quizás sea la mejor prueba del ocaso de la izquierda). Cuando denuncian vínculos quedan realmente como unos locos, de alguna manera se dan cuenta».

Una década después, la derecha trumpista abrazando abiertamente la lógica del hombre fuerte autoritario y los vínculos de Yarvin con las elites de Washington y Silicon Valley ya no son ningún secreto. En 2021, en un podcast de extrema derecha, el vicepresidente J.D. Vance –que trabajó para una de las firmas de capital de riesgo de Thiel– aludió a Yarvin al sugerir que un futuro gobierno de Trump debería despedir «a todos y cada uno de los burócratas de nivel medio, todos y cada uno de los funcionarios del Estado administrativo3, para reemplazarlos con los nuestros», e ignorar a la justicia si esta se opone. Marc Andreessen, uno de los líderes de Andreessen Horowitz y consejero informal del llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (doge, por sus siglas en inglés), estuvo citando a su «buen amigo» Yarvin sobre la necesidad de una figura tutelar que se haga cargo de nuestra burocracia «descontrolada». Andrew Kloster, el nuevo asesor general de la oficina de Recursos Humanos del gobierno, dijo que reemplazar a los funcionarios por defensores de la realeza podría servirle a Trump para derrotar a «La Catedral».

«Hay figuras que canalizan un Zeitgeist –Nietzsche los llama hombres oportunos– y Curtis es sin duda un hombre oportuno», me dijo un miembro del Departamento de Estado que viene leyendo a Yarvin desde sus días como Moldbug. Allá por 2011, Yarvin dijo que Trump le parecía una de las dos figuras «biológicamente adecuadas» para convertirse en monarca estadounidense (la otra era Chris Christie4). En 2022 sugirió que, si lograba la reelección, Trump debía designar a Elon Musk al frente de la rama ejecutiva. En un podcast con su amigo Michael Anton, hoy director de Planificación de Políticas, Yarvin sostuvo que habría que cerrar las instituciones de la sociedad civil, como la Universidad de Harvard: «La idea de que vayas a ser un César (…) mientras se mantiene en funcionamiento un Departamento de Realidad manejado por otros es lisa y llanamente absurda».

En un mundo alternativo, Yarvin podría no haber sido más que un chiflado de internet, oscuro e intrascendente, el conde de Maistre de la era digital5. Se ha convertido en cambio en uno de los pensadores iliberales más influyentes de Estados Unidos, ingeniero del código fuente intelectual del segundo gobierno de Trump. Como me dijo Nikhil Pal Singh, profesor de Historia en la Universidad de Nueva York (nyu), «Yarvin corrió la ventana de Overton»6. Su obra revivió ideas que parecían haber quedado al margen de la sociedad educada, según Singh, y creó una hoja de ruta para desmantelar «el Estado administrativo y el orden global de posguerra».

Con sus ideas materializadas de forma surrealista en el doge, y viendo el gusto que le tomó Trump a autopercibirse como rey, cabría esperar que Yarvin estuviera eufórico. En cambio, lleva meses angustiado porque el momento actual se malgaste. «Si en este momento tienes una erección trumpista, disfrútala», escribió dos días después de la elección: «Es lo más duro que lograrás»7. Lo que muchos ven como el ataque a la democracia más peligroso de toda la historia de eeuu, Yarvin lo desestima como lamentablemente insuficiente: mero golpe más «atmosférico» que real («vibes coup»). Sin una toma autocrática del poder a gran escala, cree, lo más seguro es que se produzca un contragolpe. En una conversación que tuve con él hace poco, citó una frase de Louis de Saint-Just, el filósofo francés que defendía el Reino del Terror: «Quien hace una revolución a medias cava su propia tumba».

Hace unos meses almorcé con Yarvin en Washington, dc, donde había venido de visita para festejar el cambio de régimen. Tenía puesto su atuendo habitual: jeans, botas Chelsea, camisa arrugada y chaqueta de motociclista. Después de darle un par de bocados a una hamburguesa con cebollas crocantes, alejó el plato. El año anterior, me explicó, había decidido empezar a utilizar una droga estilo Ozempic después de un debate con el comentador de derecha Richard Hanania sobre los méritos relativos de la monarquía y la democracia. «Lo destruí en casi todos los sentidos posibles», dijo Yarvin, dándole empujoncitos a un tomate con el tenedor. «Pero él tenía una gran ventaja: yo estaba gordo y él no».

Las inyecciones parecían estar funcionando. Mientras yo comía, el teléfono de Yarvin se llenaba de mensajes, algunos con felicitaciones por su transformación. Esa mañana la revista del New York Times había publicado una entrevista suya, acompañada de un retrato en blanco y negro y malhumorado. Hasta hace poco, con su melena desaliñada y su vestimenta descuidadamente holgada, Yarvin siempre había parecido indiferente a su apariencia; ahora ahí estaba, con su chaqueta de cuero y el pelo calculadamente revuelto, dedicándole una mirada fulminante al lector desde el papel. Su amigo Steve Sailer, que escribe en sitios de nacionalismo blanco, dijo que parecía «el quinto miembro de los Ramones».

Tanto en persona como en sus escritos, Yarvin se expresa con una imperiosa confianza en sí mismo. Es casi imposible interrumpirlo. «Cuando habla el rabino, se deja hablar al rabino», me explicó Razib Khan, bloguero científico de derecha y amigo cercano de Yarvin. Sin embargo, hasta sus amigos y familiares reconocen que sus habilidades comunicativas podrían mejorar. Se expresa con una titubeante monotonía, rara vez responde preguntas de forma directa y tiene una tendencia a desorientarse con acotaciones. En medio de una idea, siempre se distrae con algo más que podría estar diciendo, como un gps que no deja de sugerir rutas más rápidas.

Yarvin, por su parte, estaba aliviado por cómo había salido la entrevista. «Mi objetivo principal era no perjudicar a ninguna de mis relaciones», dijo. Durante años, Yarvin fue conocido sobre todo –si no exclusivamente– como el filósofo oficial del «Thielverso», la red de emprendedores heterodoxos, intelectuales y acólitos congregados alrededor del magnate de la tecnología. Comentó al pasar que un empresario, conocido suyo, se había quejado una vez de que Thiel no había invertido lo suficiente en su compañía. «A la primera falta estás afuera, y él quedó afuera», dijo Yarvin, con un suspiro teatral. Su segundo objetivo, agregó, era llegar a los lectores del Times. Esto parecía sorprendente, ya que le ha reclamado al gobierno que clausure el periódico. «Suelo estar más interesado en llegar a la gente que comparte mi mismo trasfondo cultural», explicó.

Le gusta contar la historia de sus abuelos paternos, judíos comunistas oriundos de Brooklyn que se conocieron en una reunión izquierdista en los años 30. (Tiene menos para decir de sus abuelos maternos, protestantes blancos de la ciudad de Tarrytown con casa de campo en Nantucket). «La actitud del comunismo estadounidense era: ‘Le llevamos 30 puntos de coeficiente intelectual a esta gente y le vamos a ganar’», dijo. «Es como si todos los niños superdotados formaran un partido político e intentaran dominar el mundo». Los padres de Yarvin se conocieron en la Universidad de Brown, donde su padre, Herbert, hacía su doctorado en Filosofía. Después de graduarse y sin conseguir la titularidad («demasiado arrogante», acotó Yarvin), Herbert probó suerte escribiendo una Gran Novela Americana para luego unirse al servicio exterior como diplomático. Durante los años siguientes, la familia vivió en República Dominicana y en Chipre. Herbert veía con cinismo su trabajo para el gobierno y Yarvin parece haber heredado ese desdén: en repetidas ocasiones propuso cerrar las embajadas estadounidenses, una posibilidad que el Departamento de Estado hoy considera para algunas partes de Europa y África.

Con respecto a su infancia es más reservado, pero sus amigos y familiares me sugirieron que su padre sabía ser severo, dominante e imposible de complacer. «Controlaba sus vidas con puño de hierro», contó alguien con conocimiento de primera mano de la familia. «Su dominio era absoluto». (Yarvin rechazó con vehemencia esta versión, argumentando que la gente controladora tiende a ser insegura, «y esa no era para nada la forma de ser de mi padre». Lo describirían mejor, dijo, palabras como «terco», «intenso» y «formidable», como «un buen gerente»).

De chico, Yarvin fue educado en parte en su casa, con su madre, y se salteó tres grados (su hermano mayor, Norman, se salteó cuatro). Finalmente, la familia se mudó a Columbia, Maryland, donde Yarvin entró con apenas 12 años a tercer año de secundaria. «Cuando tus compañeros te llevan tantos años, todos te ven o como una mascota adorable o como un extraterrestre raro, amenazante y perturbador», contó Yarvin, agregando que su caso era el segundo. Quedó seleccionado para participar de un estudio de la Universidad Johns Hopkins sobre prodigios en matemática. Asistió al Centro para Jóvenes Talentosos de la universidad, un campamento de verano para chicos superdotados, y salió campeón del área de Baltimore en un programa televisivo de trivias llamado It’s Academic. Andrew Cone, un programador que hoy vive en el cuarto de huéspedes de Yarvin, me contó que la infancia parece haberle dejado a Yarvin un duradero sentimiento de inadecuación: «Creo que tiene la sensación de que nunca es lo suficientemente bueno, de que lo ven como ridículo o intrascendente y la única manera de salir de ahí es actuando».

Yarvin fue a la Universidad de Brown, se graduó a los 18 e ingresó al programa de doctorado en Ciencias de la Computación de la Universidad de California en Berkeley. Sus ex-compañeros me contaron que usaba un casco de bicicleta en plena clase y parecía ansioso por mostrarle al profesor cuánto sabía. «Ah, ¿cabeza de casco?», respondió uno cuando pregunté por Yarvin. El chiste que circulaba entre algunos de sus compañeros era que el casco impedía que le entraran ideas nuevas en la mente. Yarvin encontró su comunidad más bien en Usenet, un precursor de los actuales foros de internet. Pero incluso en grupos como talk.bizarre [charlas extrañas], donde la fanfarronería intelectual era la norma, él sobresalía por su deseo de dominar. Además de postear chistes, consejos, poemas ligeros y flames («llamas», es decir, ataques despiadados contra otros usuarios), tenía un kill file, una «lista de víctimas» con los usuarios que había bloqueado por postear cosas poco interesantes. «Quería que lo vieran como el tipo inteligente… eso era realmente muy pero muy importante para él», me contó Meredith Tanner, su primera novia. A ella le había llamado la atención una de sus «llamas» virtuosas, y salieron durante un par de años. «No te involucres sentimentalmente con alguien solo porque te impresiona la creatividad con que insulta a la gente», advirtió. «Tarde o temprano la usará en tu contra».

Sus amigos de juventud lo describen como alguien reflexivo y provocador al que le encantaba llevar la contra. «No era un chico dulce, y por momentos hasta podía ser cruel, pero no era Moldbug», dijo uno. En términos políticos y culturales, Yarvin era liberal8: «un gran hippie», en palabras de Tanner. Usaba cola de caballo, llevaba un arete de plata, tomaba ácido en las fiestas y escribía poemas. Tanner recordó que una vez ella cuestionó el valor de la discriminación positiva en los ingresos a la universidad y fue Yarvin quien la convenció de su necesidad.

Después de un año y medio de doctorado, Yarvin dejó la academia para buscar fortuna en la industria tecnológica. Ayudó a diseñar la versión temprana de un navegador móvil para una empresa que llegaría a conocerse como Phone.com. En 2001, empezó a salir con Jennifer Kollmer, una dramaturga que conoció en el sitio Craigslist, con quien luego se casó y tuvo dos hijos. Phone.com había pasado a cotizar en bolsa, lo que le reportó la sorpresiva ganancia de un millón de dólares. Usó parte del dinero para comprarse un departamento y con el resto se financió un programa de estudio autodirigido en ciencias de la computación y teoría política. «Estaba acostumbrado a las palmaditas en la cabeza por mi inteligencia», dijo de su decisión de dejar el cursus honorum del niño superdotado. «Desviarme de la economía de las palmaditas fue una decisión extraña y aterradora».

En su retiro autoimpuesto, Yarvin se zambulló en los textos más recónditos de historia y economía, muchos de los cuales recién se habían hecho accesibles gracias a Google Books. Leyó a Thomas Carlyle, James Burnham y Albert Jay Nock, así como una profusión de blogs políticos de inicios de la década de 2000. Yarvin remonta su «momento red pill» a la elección presidencial de 2004. Mientras muchos de sus pares se inclinaban a la izquierda ante las mentiras sobre armas de destrucción masiva en Iraq, a Yarvin lo empujaban en la dirección opuesta inventos de otra índole: la teoría conspirativa de la organización Swift Boat Veterans for Truth [Veteranos de las lanchas rápidas por la verdad], aliada de la campaña de George W. Bush, según la cual el candidato demócrata, John Kerry, había mentido sobre su servicio en Vietnam. A Yarvin, que creía en la acusación, le parecía obvio que una vez que la verdad viera la luz Kerry se vería forzado a abandonar la competencia. Cuando eso no sucedió, empezó a preguntarse qué otras cosas habría tomado ingenuamente como ciertas. Los hechos ya no parecían sólidos. ¿Cómo podía confiar en lo que le habían contado sobre Joseph McCarthy, la Guerra Civil o el calentamiento global? ¿Y qué decir sobre la democracia misma? Después de años de enérgicos debates en la sección de comentarios de blogs ajenos, decidió abrirse el suyo. No le faltaba ambición. El primer posteo empezaba: «El otro día estaba ordenando trastos en el garaje y decidí fundar una nueva ideología»9.

Al académico alemán Hans-Hermann Hoppe se lo describe a veces como una vía de entrada intelectual a la extrema derecha. Profesor de Economía ya jubilado de la Universidad de Nevada, Las Vegas, Hoppe sostiene que el sufragio universal ha suplantado el gobierno de una «elite natural», defiende la subdivisión de los países en comunidades más pequeñas y homogéneas, y llama a la «remoción física» de comunistas, homosexuales y demás personas que se opongan a ese rígido orden social. (Algunos nacionalistas blancos hicieron memes con la cara de Hoppe y la imagen de un helicóptero, en alusión a la práctica del dictador chileno Augusto Pinochet de ejecutar opositores tirándolos al mar desde las alturas). Aunque Hoppe prefiere un Estado mínimo, cree que la libertad se preserva mejor en una monarquía que en una democracia.

Yarvin casi termina convertido en libertario. Como programador de la bahía de San Francisco y veinteañero devoto de los economistas de la Escuela Austriaca, reunía todos los factores de riesgo. Entonces descubrió el libro de Hoppe, Democracia. El dios que fracasó10, y cambió de idea. Adoptó pronto la imagen hoppiana del líder fuerte y benevolente: alguien que gobernaría con eficiencia, evitaría guerras insensatas y priorizaría el bienestar de sus súbditos. «No llega a ser un copy-pasted, pero la influencia es tan directa que resulta un poco obsceno», observó Julian Waller, especialista en autoritarismo de la Universidad George Washington. (Por correo electrónico, Hoppe recordó haber conocido a Yarvin en una reunión íntima en la casa de Thiel, que había invitado a Hoppe a exponer sus ideas. Reconoció su influencia en Yarvin, pero agregó: «Para mi gusto, su estilo siempre fue muy florido y divaga demasiado»). Hoppe argumenta que, a diferencia de los funcionarios democráticamente elegidos, un monarca tiene un incentivo de largo plazo para proteger a sus súbditos y al Estado, ya que ambos le pertenecen. Esto podría parecerle falaz a cualquiera mínimamente familiarizado con la historia de las dictaduras. A Yarvin no.

«No saqueas tu propia casa», me dijo Yarvin una tarde en un café al aire libre en Venice Beach, cuando le pregunté qué impediría que su «monarca-ceo» saqueara el país –o esclavizara a su pueblo– en beneficio personal. «Para Luis xiv, cuando dice ‘L’État, c’est moi’ [el Estado soy yo], saquear el Estado carece de sentido porque, al fin y al cabo, todo ya es suyo». Siguiendo a Hoppe, Yarvin propone que, a la larga, las naciones deberían partirse en un «mosaico» de mini-Estados, como Singapur o [la ciudad de] Dubái, cada uno con su soberano. Los eternos problemas políticos de la legitimidad, la rendición de cuentas y la sucesión se resolverían con una junta secreta que tendría el poder de elegir y deponer al, por lo demás todopoderoso, ceo de cada corporación soberana, o sovcorp. (El proceso de selección de la junta misma no está claro, pero Yarvin ha sugerido que los pilotos de aerolíneas –«una fraternidad de gente inteligente, práctica y cuidadosa a la que ya se le confía regularmente la vida de otras personas, ¿qué más querrías?»– podrían gestionar las transiciones entre regímenes). Para impedir un golpe militar por parte de un ceo, los miembros de la junta tendrían acceso a claves criptográficas que les permitirían desactivar todas las armas del gobierno, desde misiles nucleares hasta armas de mano, con un solo botón.

Se acabaría la participación política de masas, y la única manera en que la gente podría votar sería con los pies, mudándose de una sovcorp a otra si ya no les resultan satisfactorias las condiciones del servicio, como cuando uno se pasa de x a Bluesky. La ironía de que en un Estado así disidentes como Yarvin probablemente serían víctimas de represión no parece preocuparle. En su sistema político imaginario, insiste, seguiría habiendo libertad de expresión: «Podrías pensar, decir o escribir lo que quieras», prometió. «Porque al Estado no tiene por qué importarle».

El cinismo congénito de Yarvin frente al gobierno desaparece apenas se pone a hablar de regímenes dictatoriales. Tiene solo cumplidos para el autoritario presidente de El Salvador, Nayib Bukele, y ha alentado a Trump a dejar que Vladímir Putin liquide el orden liberal «no solo en los territorios de habla rusa, sino en todo lo que hay hasta el mismo Canal de la Mancha». Picoteando unos calamares fritos, Yarvin alabó a China y a Ruanda (países que nunca ha visitado) por tener gobiernos fuertes que garantizaban tanto la seguridad pública como la libertad personal. En China, me dijo, «uno puede pensar y en buena medida decir lo que quiera». Debe haber intuido mi escepticismo, dado el historial del país en materia de presos políticos y campos de concentración para minorías étnicas, porque después admitió: «Si se trata de organizarte contra el gobierno, sí vas a tener problemas». Luego retomó sus retoques: «[Pero] no como bajo el régimen de Stalin. Nada más, digamos, te cancelarán».

Para ciertas personas, como los drogadictos o los niños de cuatro años, siguió, un exceso de libertad puede ser fatal. Luego, con un ademán en dirección a la población sin techo que acampa en el barrio, de repente se puso a llorar. «La idea de que esto representa un éxito, o ‘el peor sistema, a excepción de todos los demás’» –en referencia al famoso comentario de Churchill sobre la democracia, que yo había parafraseado un rato antes– «es un delirio monumental», dijo, secándose las lágrimas. (Unas semanas después, durante un viaje a Londres, lo vi quebrarse de nuevo mientras le soltaba un discurso similar a un miembro de la Cámara de los Lores. La segunda vez no fue muy conmovedor).

Cabría suponer que el monarca de Yarvin actuaría con determinación para proteger a sus súbditos. En el café de Venice Beach, Yarvin se deshizo en elogios para la Fundación Delancey Street, una organización de rehabilitación sin fines de lucro, describiendo su estricto programa como una forma de «control comparable a un padre fascista». Algunas de sus propias propuestas van todavía más lejos. En su blog una vez bromeó con convertir a las clases marginales de San Francisco en biodiésel para los buses urbanos. Después propuso confinarlas, enganchándolas a una interfaz de realidad virtual. Más allá de la solución exacta, escribió, lo crucial es encontrar «una alternativa humana al genocidio», una vía que «logre el mismo resultado que el asesinato en masa (la remoción de los elementos indeseables de la sociedad) sin su estigma moral»11.

Su llamamiento en favor de un «hombre fuerte» para eeuu se entiende con frecuencia como una provocación. Pero para Yarvin es, de hecho, la única respuesta a un mundo en el que la mayoría de la gente no está preparada para la democracia. Un «país africano», me explicó, «tiene hoy suficientes personas inteligentes como para dirigirlo, pero simplemente no tiene suficientes personas inteligentes para tener elecciones democráticas». Por comentarios así, a Yarvin a veces lo definen como nacionalista blanco, una etiqueta que él rechaza con delicadeza. En un posteo al respecto de 2007, explicaba que, aunque no es «lo que se dice alérgico al tema», tanto la blanquitud como el nacionalismo le parecen poco útiles como conceptos políticos12. Durante un almuerzo, me contó que siente cierta compasión por los supremacistas del pasado, que acertaban en algunas de sus intuiciones pero carecían de la ciencia adecuada. Los neorreaccionarios tienden a suscribir a lo que llaman «biodiversidad humana», un conjunto de creencias alternativas según las cuales, por ejemplo, no todos los grupos raciales o poblacionales son igualmente inteligentes. Como Yarvin llegó a entenderlo a través de sus investigaciones en internet, esas diferencias genéticas contribuían a las diferencias demográficas (y, convenientemente, ayudaban a justificarlas) en términos de pobreza, criminalidad y nivel de educación. «En esta casa creemos en la ciencia: la ciencia racial», escribió el año pasado13.

Yarvin estuvo varias horas repasando sus distintos argumentos en favor de un gobierno autoritario, como un subastador desesperado por cerrar una venta. Lo escuché con paciencia, aunque a menudo me desconcertaban sus distorsiones de los hechos y sus peculiares acotaciones. «En un régimen completamente nuevo, ¿cuál es la política correcta para los afroestadounidenses?», se preguntó en voz alta en un momento dado. El comentario sonó descolgado al principio; yo había estado presionándolo sobre cómo definiría el éxito para el segundo gobierno de Trump. Respondiéndose a sí mismo, dijo que la «solución obvia» a los problemas urbanos del abuso de drogas y la pobreza debería ser «poner a los negros de la iglesia a cargo de los negros del gueto». Yarvin es ateo, y no tiene un interés particular en gobiernos teocráticos, pero está a favor de crear códigos legales diferentes para gobernar poblaciones diferentes. (Ha citado el sistema millet otomano, que garantizaba a las comunidades religiosas cierto grado de autonomía). Para mantener el orden entre los «negros del gueto», siguió, se los debería forzar a vivir «de forma tradicional», como los judíos ortodoxos o los amish. «La estrategia del siglo xx es que, si tan solo pudiéramos tener escuelas lo suficientemente buenas, todos se volverían unitarios14», dijo. «Para alguien que haya visto [la serie] The Wire y vivido en Baltimore, y yo hice ambas cosas, eso no parece funcionar en absoluto». Solo cuando llegó al final de su discurso, diez minutos más tarde, entendí que, a su modo, estaba respondiendo mi pregunta inicial. «Salvo que rediseñáramos por completo el adn para cambiar lo que es el ser humano, hay mucha gente que no debería vivir de manera moderna sino de la tradicional», concluyó. «Y eso es un nivel de revolución que va mucho más allá de cualquier cosa que esté haciendo el régimen de Trump y Vance».

Yarvin no es famoso por su discreción. Tiene la costumbre de compartir correspondencia privada, como descubrí cuando empezó a enviarme, sin que se lo pidiera, capturas de mensajes de texto y correos electrónicos que había intercambiado con su esposa, sus amigos, un editor de la revista del New York Times y una persona nominada para el nuevo gobierno. Parecía preocupado por la idea de que el ingenio y la sabiduría que contenían pudieran perderse para siempre. Con su amistad con Thiel era más cuidadoso, pero sí mencionó una filmación privada que habían hecho el año anterior de una conversación entre ambos, e hizo alarde del regalo de cumpleaños que le había hecho el multimillonario: The Tragedy of Europe [La tragedia de Europa] de Francis Neilson, un análisis contemporáneo de la Segunda Guerra Mundial, aunque no la primera edición con la que Yarvin se había ilusionado.Thiel siempre tuvo algo de profeta. Cofundó PayPal, fue el primer inversor externo de Facebook y creó Palantir, una empresa de minería de datos que acaba de recibir un nuevo contrato del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ice, por sus siglas en inglés) para agilizar los trámites de deportación.

Thiel respaldó a Trump allá por las épocas en que en Silicon Valley eso todavía significaba convertirse en paria. En 2022, donó 15 millones de dólares para la campaña de J.D. Vance a senador, la mayor donación a un candidato en toda la historia parlamentaria de eeuu. El vuelco yarviniano de Thiel, libertario de larga data, parece haberse producido hacia 2009, cuando, en un ensayo muy citado, publicado en línea por el Instituto Cato, escribió: «ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles»15. Yarvin lo mencionó con tono de aprobación en un posteo de su blog con el título «Democraphobia Goes (Slightly) Viral» [«La democrafobia se vuelve (un poco) viral»]16. Poco después se conocieron personalmente, en la casa de Thiel de San Francisco, y empezaron, según los mensajes privados que leí, una correspondencia confidencial. Los mails de Yarvin eran largos y sermoneadores, llenos de preceptos tomados de blogs de «artistas del ligue»17; los de Thiel eran directos y concisos. Los dos parecían dar por sentado que eeuu eran un país comunista, que los periodistas se comportaban como la Stasi y los ceo tecnológicos eran su presa.

En septiembre de 2014, Thiel publicó –junto con Blake Masters, empleado suyo y antiguo fan de Moldbug– el libro De cero a uno, un tratado sobre startups que fue un éxito de ventas18. Antes de la gira de prensa, Thiel le pidió consejo a Yarvin para esquivar las preguntas que podría recibir sobre cómo incorporar a más mujeres al campo de la tecnología. A los dos les parecía una idea desacertada, ya que, para ellos, las mujeres son menos propensas a tener la aptitud de los hombres para la informática. Como resumió Yarvin en un mail: «Salvo que se conviertan en una farsa no hay ninguna manera de que Google o yc –y Combinator, el acelerador de startups– o cualquier otra sean empresas que se ‘parezcan a eeuu’19». Yarvin le recomendó una táctica que los «artistas del ligue» llaman «acordar y amplificar»: es decir, preguntarle a la periodista, que probablemente no tenga ninguna solución en mente, qué haría ella para abordar el problema. «El objetivo en este caso no es que tu interlocutora termine en la cama contigo, sino asustarla para que huya del tema», escribió. Una vez, en una cena, Thiel se puso a hacerle preguntas sobre qué convendría hacer para terminar con el blog Gawker. (Según parece, Thiel ya se había decidido a financiar en secreto la denuncia por calumnias de Hulk Hogan contra la publicación en línea, que en 2016 finalmente la llevó a la quiebra). En correos electrónicos obtenidos por BuzzFeed, Yarvin se jactaba con Milo Yiannopoulos, editor de Breitbart, de haber visto las primeras elecciones de Trump en casa de Thiel y de haberlo estado «asesorando». «Peter necesita un asesoramiento en política, eso seguro», respondía Yiannopoulos. Yarvin repuso: «¡Menos de lo que podrías creer! (…), está completamente esclarecido solo que es muy cauteloso»20.

Hace poco, durante una visita a la casa estilo Craftsman de Marvin en Berkeley, noté una pintura que le había regalado Thiel: un retrato de Yarvin diseñado como una tarjeta de personaje de juego de rol, con la leyenda «Filósofo». Tomando un té en una taza personalizada con una caricatura de Yarvin con corona de dibujo animado, lo escuché decirme que sería cringe de su parte andar anunciando a los cuatro vientos su vínculo con Thiel, o con Vance, para el caso, a quien conoció en 2015 gracias a Thiel. «¿Un votante normal de Ohio acaso lee a… Mencius Moldbug? No», habría dicho Vance una noche en un bar durante la National Conservatism Conference de 2021. «Pero ¿acaso está de acuerdo en líneas generales con la dirección que creemos debe tomar la política pública estadounidense? Absolutamente». «Es un tipo realmente genial», dijo Yarvin del vicepresidente, que hace unos meses empezó a seguirlo en la red x. (La Casa Blanca no respondió a mis pedidos de comentarios).

Aunque Yarvin intentó ser discreto, sí mencionó que Thiel tiene un lado «medio rarito» y describió a Andreessen, el inversionista de riesgo, como alguien que «si no fuera por la forma extraña y posiblemente inhumana de su cabeza parecería mucho más normal que Peter». Luego de que Andreessen invirtiera en su startup, Tlon, Yarvin llegó a conocerlo mejor; se enviaban mensajes y salían a desayunar mucho antes de que Andreessen le diera su apoyo público a Trump, lo que ocurrió el año pasado. Se sabe que Andreessen alienta a sus conocidos a leer el blog de Yarvin. «Los emprendedores tecnológicos no se interesan por apelaciones a la virtud, la belleza o la tradición, como la mayoría de los conservadores», explicó el funcionario del Departamento de Estado. «Son más una especie de progresistas de derecha, y por un buen tiempo la única persona que les hablaba en estos términos era Moldbug». (Andreessen y Thiel declinaron hacer comentarios). A propósito de su vínculo con hombres poderosos, Yarvin me parafraseó «un maravilloso consejo para cortesanos» que había encontrado en las Cartas a su hijo de Lord Chesterfield, un manual de etiqueta dieciochesco dirigido al hijo ilegítimo del autor: «Nunca los molestes. Pero nunca dejes que se olviden de tu existencia».

Yarvin tuvo más éxito como cortesano de emprendedores que como emprendedor. Lanzó Tlon en 2013, con un veinteañero ex-becario de Thiel. Yarvin se volcó a las ciencias de la computación con la misma actitud con que se había volcado a repensar el sistema de gobierno estadounidense: con una –en sus palabras– «megalomanía utópica». Su aspiración visionaria era construir una red informática peer-to-peer, llamada Urbit, que permitiría a los usuarios controlar sus datos sin la intromisión de censura, espías ni monopolios. Cada usuario de la red Urbit cuenta con un token no fungible (nft) de identificación que funciona como pasaporte digital. Aunque promueve la descentralización, Urbit está diseñada sobre un modelo jerárquico de propiedad virtual, en el que los usuarios son dueños de «planetas», «estrellas» o «galaxias».

En el diseño inicial del sistema, Yarvin se nombró a sí mismo «príncipe», pero no le resultó fácil atraer a los súbditos de su reino imaginario. Al igual que su teoría política, su lenguaje de programación –que escribió él mismo– era audaz y enrevesado, y por momentos parecía una broma. Fiel a su estilo provocador, intercambió el significado de ceros y unos. Tras décadas de esfuerzo y una inversión estimada de 30 millones de dólares, Urbit se parece menos a una sociedad feudal y más a los foros de Usenet de sus años de juventud. (La publicación especializada CoinDesk lo llamó «una versión más lenta del Messenger de aol»). «No funciona como debería», me confesó un ex-empleado de Urbit que describió a Yarvin como «el peor chiflado de la informática». Yarvin dejó la empresa en 2019.

Ya sin necesidad de preocuparse por no asustar a los inversores, Yarvin se entregó al estilo de vida de lo que él mismo describe como «intelectual rebelde». Lanzó un boletín en Substack, Gray Mirror of the Nihilist Prince [Espejo gris del príncipe nihilista], que firma con su propio nombre. (Hoy es la tercera publicación de «historia» más popular de la plataforma). Se volvió una figura habitual del circuito de podcasts de derecha y al parecer nunca rechazaba una invitación a una fiesta. Durante sus viajes, a menudo armaba «horas de oficina»: debates informales y desenvueltos con sus lectores, muchos de ellos jóvenes sensatos, alienados por la culpa liberal y el pensamiento de grupo. Lo que le gana adeptos no es tanto la solidez de sus argumentos como la energía transgresora que exudan: hace que quienes lo escuchan sientan que les está brindando acceso a un saber prohibido –sobre jerarquías raciales, conspiraciones históricas y la falsedad del gobierno democrático– que la cultura progresista tanto se esfuerza por suprimir. Su enfoque aprovecha el hecho de que la mayoría de los estadounidenses nunca aprendieron a defender la democracia; simplemente se criaron creyendo en ella. Yarvin les aconseja a sus seguidores que eviten las batallas de la guerra cultural en temas como la dei (diversidad, equidad e inclusión) o el aborto. Es más inteligente, afirma, dejar que el sistema democrático colapse solo. Mientras tanto, los disidentes deberían enfocarse en ponerse «de moda» con la construcción de una subcultura reaccionaria: una contra-Catedral. Sam Kriss, escritor de izquierda que discutió con Yarvin, dijo que su obra resulta «halagadora para personas que creen que pueden cambiar el mundo solo poniendo ideas extravagantes en internet y yendo a fiestas decadentes en Manhattan».

Ese tipo de personas ha llegado a conocerse como la «derecha disidente», una constelación dispersa de creadores y aspirantes del Área del Golfo, Miami y Dimes Square en el pequeño barrio del Lower East Side en Nueva York. Lo que los acerca es la frustración con la política electoral, los aislamientos del covid y la censura del wokismo. La transgresión como señal de identidad ha sido una clave de su atractivo contracultural: en vez de consignar pronombres y utilizar la nomenclatura aprobada («en situación de calle», «latinx», «personas involucradas en el sistema judicial» [justice-involved persons]), sus miembros reviven insultos como «marica» o «retardado». Dasha Nekrasova y Anna Khachiyan, anfitrionas del podcast Red Scare, son dos de las figuras más prominentes de la escena. En 2021, Thiel ayudó a financiar un festival de cine anti-woke en Nueva York, en el que Yarvin leyó poemas frente a una sala repleta. Urbit hoy alberga una revista literaria diseñada para parecerse a The New York Review of Books.

«Si eres un sofisticado urbanita judío-estadounidense que quiere explorar ciertos temas nietzscheanos y eugenésicos, no te vas a juntar con los manifestantes de antorchas que van cantando ‘los judíos no nos van a reemplazar’», observó el columnista Sohrab Ahmari en un ensayo del año pasado. «No, te vas a acercar a la derecha disidente».

Yarvin ha emergido como el edgelord21 veterano de este círculo, al que comparó con la subcultura gay de San Francisco en los años 60 y con la Generación Perdida del modernismo literario: comunidades estrechamente unidas cuyos miembros se vinculaban en virtud de su marginación compartida. James Joyce, explicaba Yarvin, vendió pocos ejemplares de su Ulises, pero sus amigos, como Ezra Pound y T.S. Eliot, «sabían que lo que estaba haciendo era bueno». Lo mismo pasaba con las mentes creativas de la derecha disidente, cuyos esfuerzos, sentía Yarvin, fueron ignorados por la intolerante Catedral. En abril de este año, Yarvin le presentó a Darren Beattie –subsecretario de Estado interino para Diplomacia Pública– un plan para la toma del pabellón estadounidense de la Bienal de Venecia por parte de las «prostitutas artísticas de la derecha disidente».

Yarvin ha intentado convertir parte de su recién adquirido capital cultural en algo tangible. El año pasado regresó a Urbit como «ceo en tiempos de guerra», después de la renuncia de varios empleados importantes, y en febrero volvió a buscar fondos de Andreessen Horowitz. Según el borrador de un posteo de Substack no publicado, su plan más reciente es promocionar a Urbit como un club privado de elite, cuyos miembros, según cree, están destinados a convertirse en «estrellas de una nueva esfera pública: una nueva Usenet, una nueva Atenas digital que durará por siempre».

La noche antes de la asunción de Trump, llevé a Yarvin en automóvil a un evento de gala, el llamado «baile de coronación», en el hotel Watergate de Washington, dc. Lo organizaba la editorial neorreaccionaria Passage Press, que hacía poco había publicado su libro Gray Mirror, Fascicle i: Disturbance [Espejo gris, fascículo 1: Perturbación], el primero de una serie de cuatro volúmenes donde Yarvin delinea su visión para un nuevo régimen político. Las notas al pie son predominantemente códigos qr con links a páginas de Wikipedia sobre «Desnazificación», «L’État, c’est moi», «Presentismo (análisis histórico)». Mientras yo lidiaba con el hielo del asfalto, Yarvin me explicó que en la era isabelina las mentes más brillantes de las artes y las ciencias estaban en la corte. Cuando le pregunté si veía un paralelo con el círculo íntimo de Trump, soltó una carcajada. «Uy, no», respondió. «Dios mío».

A mí, como a la mayoría de los periodistas, se me había negado la entrada al baile, así que me pedí una bebida en el bar del hotel. A mi lado había un hombre con sombrero de cowboy y un traje violeta aterciopelado: un admirador de Yarvin, según resultó, llamado Alex Maxa. Tenía una empresa de buses de fiesta en San Francisco y en su tiempo libre creaba memes con la imagen de Yarvin. Dijo que lo que lo atraía de su obra era que «me hace sentir que tengo algo contra lo que las lumbreras de Washington no pueden argumentar». Quería asistir al baile, pero las entradas –cuyo precio había llegado a los 20.000 dólares– estaban agotadas. No mucho más tarde conocí a dos amigos de Yarvin, que me alentaron, junto a otro periodista que estaba conmigo, a colarme confianzudamente con ellos en la fiesta. Maxa ya estaba adentro, tras aplicar una estrategia similar. Su mensaje de texto decía: «Ja nada más me metí preguntando por el guardarropa». Passage Press había promocionado el evento como una «reunión cumbre entre maga [Make America Great Again] y la derecha tech». No era publicidad engañosa. En un salón de fiesta bañado de luces rosas y púrpuras estaban Anton, del Departamento de Estado, Laura Loomer, una asesora de Trump famosa por su islamofobia, y Jack Posobiec, que popularizó la teoría conspirativa del Pizzagate22, codeándose con inversores de riesgo, criptoaceleracionistas y superestrellas de Substack. Más temprano, mientras los invitados cenaban vieiras selladas y filet mignon, Steve Bannon, el principal orador del evento, había reclamado deportaciones en masa, la «Götterdämmerung» [ocaso de los dioses] del Estado administrativo y prisión para Mark Zuckerberg.

Hace ocho años, Mike Cernovich, de la primera generación de influencers de la alt-right, fue uno de los anfitriones de la fiesta inaugural conocida como «deplorabaile», en alusión al desafortunado comentario de Hillary Clinton en el que señaló que la mitad de los votantes de Trump eran una «cesta de deplorables». El evento fue caótico desde todo punto de vista, plagado de periodistas y manifestantes. Otro de los organizadores, Tim Gionet (mejor conocido por su pseudónimo Baked Alaska), fue removido del equipo después de publicar contenido antisemita en Twitter. Ahora, en el baile de la coronación, se servía de postre «Baked Alaska», un guiño a Gionet, que en ese momento estaba en libertad condicional por su participación en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2020 (y que recibiría el perdón de Trump al día siguiente). Cernovich paseaba a un bebé en cochecito, asombrándose, como un padre orgulloso, por lo lejos que había llegado el movimiento. «¡Yo era uno de los más viejos de la fiesta!», tuiteó la tarde siguiente. «Derecha de verdad. Energía elevada y elevado coeficiente intelectual». En 2008, en su carta abierta, Yarvin había llamado a una vanguardia reaccionaria a que conformara un partido político clandestino. El baile de la coronación dejó en claro que eso ya no era necesario. Su ofuscada contraelite de redes se había convertido en el establishment.

Yarvin tenía puesto el mismo esmoquin con la misma faja color rojo brillante que había usado la noche anterior en una fiesta en la casa de Thiel, en la que, como reportó Politico, Vance lo había recibido con el saludo amistoso de «¡Ey, fascista reaccionario!». También se lo había puesto para su casamiento el año anterior. La primera esposa de Yarvin murió en 2021, a los 50 años, de una enfermedad genética del corazón. Yarvin fue al baile acompañado de su segunda mujer, Kristine Militello. Ex-partidaria de Bernie Sanders y aspirante a novelista, Kristine contó que tuvo su momento red pill durante la pandemia, después de perder su puesto de atención al cliente en una empresa minorista de venta de vino por internet. Su primer contacto con Yarvin fue por YouTube, donde vio un video suyo en el que criticaba la legitimidad de la Revolución Estadounidense, y luego se puso a leer todos sus textos. En 2022 le mandó un correo lleno de admiración, pidiéndole consejos para abrirse paso en la escena literaria de la derecha disidente neoyorquina, y unas semanas después se juntaron a tomar algo.

A Yarvin últimamente se le dio por describirse como un «elfo oscuro» encargado de seducir a los «altos elfos» –las elites de los estados demócratas– implantando «semillas de oscura duda en sus altas mentes doradas». (En esta metáfora tolkiana, los conservadores de los estados republicanos son «hobbits» que deberían someterse al «poder absoluto» de una nueva clase gobernante, compuesta, por supuesto, por elfos oscuros). Pero Yarvin no siempre tuvo este modo tan colorido de expresarse. En 2011, al día siguiente del atentado en Noruega en que el terrorista de extrema derecha Anders Behring Breivik asesinó a 69 personas en un campamento de verano de jóvenes socialistas, Yarvin escribió: «Si quieres transformar Noruega en algo nuevo, necesitas que la clase dirigente actual se una y te siga. O al menos, necesitarás a sus hijos». Elogiaba a Breivik por identificar el blanco correcto («los comunistas, no los musulmanes»), pero condenaba sus métodos: «Violar es de betas. Seducir es de alfas. No masacres a los jóvenes del campamento: es mejor reclutarlos»23.

Los esfuerzos de reclutamiento del proprio Yarvin parecían estar funcionando. Cerca de la barra del hotel tuve una charla con Stevie Miller, un estudiante de segundo año en la Universidad Carnegie Mellon que había empezado a leer a Yarvin desde bastante chico. (Yarvin me contó que había conocido a varios zoomers superdotados que lo habían leído de preadolescentes porque su «estilo de alto coeficiente intelectual» servía de «imán para mentes brillantes»). Hace dos años, Miller compartió tiempo con Yarvin en Vibecamp, un encuentro para nerds y aficionados a la tecnología en la parte rural de Maryland. Yarvin, que se fue antes, le pidió a Miller que lo ayudara a organizar su propia fiesta en Washington, que llegaría a conocerse como Vibekampf. Miller se convirtió luego en el primer pasante personal de Yarvin. «Mis padres, judíos liberales neoyorquinos a quienes adoro, no lo podían creer», dijo.

Una media hora después, me escoltaron fuera de la fiesta, al igual que a otros periodistas a lo largo de la noche. El personal de seguridad confundió a Maxa, mi amigo del bar, con uno de los nuestros, así que también lo expulsó, no sin que antes se abriera paso a la fuerza entre la gente para sacarse una foto con el elfo oscuro.

Hasta los críticos más pesimistas de Trump se sobresaltaron ante la velocidad con que, en su segundo mandato, el presidente avanzó en la imposición de una autocracia, concentrando el poder en el Ejecutivo y, con bastante frecuencia, en manos de los hombres más ricos del planeta. Elon Musk, un ciudadano no electo, ha dirigido un escuadrón de veinteañeros en una arremetida contra el gobierno federal, con miles de funcionarios despedidos24, el cierre de la Agencia para Desarrollo Internacional (usaid) y la toma de control del sistema de pagos del Departamento del Tesoro. Mientras tanto, el gobierno de Trump ha lanzado un ataque contra la sociedad civil, revocando la financiación de universidades, como Harvard, que considera bastiones de adoctrinamiento ideológico, y castigando a los estudios de abogados que representaron a opositores de Trump. Expandió la maquinaria de control migratorio, con la deportación a Honduras de tres menores nacidos en eeuu, a África de un grupo de inmigrantes asiáticos y latinoamericanos y de más de 200 migrantes venezolanos a una prisión salvadoreña de máxima seguridad, donde podrían pasar el resto de sus vidas. Los ciudadanos estadounidenses viven hoy con un gobierno que se arroga el derecho a desaparecerlos sin el debido proceso: como le dijo Trump al presidente salvadoreño Nayib Bukele en una reunión en la Casa Blanca, «los locales son los siguientes». Sin un sistema vigoroso de contrapesos, las ideas chifladas de un individuo –como empezar una guerra comercial incoherente que puso de cabeza la economía mundial– no tienen nada que las filtre. Se vuelven políticas públicas con las que se enriquecen su familia y sus aliados.

Desde enero pasado viene formándose una pequeña industria de internet dedicada a rastrear las conexiones entre la ráfaga caótica de medidas gubernamentales y los escritos de Yarvin. Aunque está lejos de ser el Rasputín con acceso directo al Despacho Oval que se imaginan algunos usuarios de Bluesky, no cuesta ver cómo algunos llegaron a esa conclusión. A principios de mayo, un asesor anónimo del doge le contó al Washington Post que era «un secreto a voces que todos los que están a cargo del diseño de políticas públicas han leído a Yarvin»25. Stephen Miller, jefe adjunto de gabinete del presidente, citó hace poco uno de sus tuits. Vance ha pedido la retirada estadounidense de Europa, un viejo anhelo de Yarvin. En abril de 2024, Yarvin propuso expulsar a todos los palestinos de la Franja de Gaza para convertirla en un resort de lujo. «¿Acaso alguien dijo ‘vista al mar’?», escribió en su Substack. «La nueva Gaza –desarrollada, por supuesto, por Jared Kushner– sería la la [Los Ángeles] del Mediterráneo, una ciudad chárter enteramente nueva junto al océano más antiguo de la humanidad, con propiedades soñadas y un gobierno absolutamente perfecto, calidad Apple»26. En febrero de este año, en una conferencia de prensa junto al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, Trump sorprendió a sus consejeros con una propuesta casi idéntica, que describía el relanzamiento de Gaza como «la Riviera de Oriente Medio».

Todas las veces que le pregunté por las resonancias entre sus textos y los sucesos del mundo real, Yarvin me respondió con indiferencia. Parecía verse a sí mismo como un conducto de la razón pura: el único misterio, para él, era por qué al resto le había tomado tanto tiempo darse cuenta. «Las mentiras se pueden inventar, pero la verdad solo puede descubrirse», me explicó. Estábamos en Londres, donde él asistía a la conferencia de la Alianza para la Ciudadanía Responsable, una organización conservadora cofundada por el psicólogo Jordan Peterson. (Yarvin me lo describió como «un dandi» con «una energía narcisista extraña que emana de él»). Viajaba acompañado por Eduardo Giralt Brun y Alonso Esquinca Díaz, dos cineastas millennials que filmaban un documental sobre su vida. Tenían el objetivo de producir un estudio de carácter naturalista, al estilo de Grey Gardens27, en el que, en palabras de Brun, «la cámara está ahí solo por casualidad». No lo estaban logrando. Yarvin se la pasaba repitiendo los mismos monólogos, lo que significaba que gran parte del material resultaba repetitivo. Les preocupaba, además, que los comentarios racistas de Yarvin espantaran al público. Una tarde en Londres, mientras Díaz filmaba, Yarvin posó para un retrato junto a lord Maurice Glasman, un teórico político posliberal al que han llamado el «lord maga del laborismo» por su apoyo al Brexit y su contacto sostenido con figuras como Steve Bannon. En cierto punto de la conversación, Yarvin sacó su iPhone para mostrarle a Glasman que había hackeado el chatbot Claude para que le hablara usando la «palabra con n»28.

Hay pensadores que envidiarían la atención que está recibiendo Yarvin. Pero él desestimaba su influencia como «moneda fraudulenta», ya que aún no produjo la revolución que desea. Volcaba su bronca contra el doge («demasiado adn libertario») y el plan de aranceles de Trump (insuficientemente mercantilista). En un ensayo reciente de Substack, criticó la decisión de enviar agentes encubiertos del ice a las universidades para arrestar estudiantes y profesores sobre la base de sus comentarios políticos… aunque no por razones morales, sino porque su imagen de matones probablemente despertara resistencias. Sus profecías oraculares y su infinito desdén por la política real inspiraron un posteo viral con su rostro y el texto: «Tus acciones antisistema funcionan bien en la práctica. ¿Pero funcionan en la teoría?». El activista conservador Christopher Rufo lo comparó con «un adolescente malhumorado que insiste en que nada tiene sentido»29. Con el tiempo empecé a entenderlo como una encarnación reaccionaria de Ricitos de Oro, que no se conformaría con nada que no fuera una versión puntillosamente perfecta de la autocracia que tiene diseñada en la mente.

Este patente deseo de control aparece también en algunas de sus relaciones. Hace no mucho estuve en Berkeley visitando a Lydia Laurenson, su ex-prometida. Habían empezado a salir en septiembre de 2021, luego de que Yarvin posteara un aviso personal en Substack explicando que recientemente había perdido su «virginidad de viudo» y buscaba conocer a alguien «en edad fértil». Laurenson, editora y escritora freelance, le contestó el mismo día: «Siempre fui liberal, pero tengo un coeficiente intelectual realmente alto, quiero tener hijos y me da mucha curiosidad conocerte». Yarvin tuvo citas por Zoom con otras mujeres que respondieron a su aviso –entre ellas, Caroline Ellison, la ex-novia del hoy detenido criptoemprendedor Sam Bankman-Fried–, pero pronto se encontró sumido en un intenso romance con Laurenson. Ella me contó que la premisa de su relación con Yarvin era: «‘Vamos a ser genios juntos y tener hijos genios’. Lo digo un poco en broma, pero de verdad era así».

Igual que Yarvin, Laurenson había sido una niña precoz que entró tempranamente a la universidad. También había tenido un blog con seguidores de culto, en el que, bajo el pseudónimo de Clarisse Thorn, escribía sobre feminismo prosexo, bdsm y el «arte del ligue». Yarvin y Laurenson se peleaban seguido, a veces sobre política. Ella se había distanciado de la izquierda, pero no había adoptado por completo el pensamiento neorreaccionario. Cuando le pregunté si alguna vez había conseguido que Yarvin cambiara de opinión sobre algo, me dijo que había logrado que dejara de usar la «palabra con n», al menos cuando ella estaba presente. (Él diría más tarde que no la usaba en el sentido de un «sureño propietario de plantaciones»).

La fuente de tensiones más importante, según Laurenson, era el estilo autocrático que tenía Yarvin para vincularse. Cuando discutían, me contó, él insistía en que ella ofreciera una justificación racional para poner fin a las hostilidades. Laurenson sentía que los maliciosos ataques personales de Yarvin reflejaban su conducta en debates públicos. «Inventa explicaciones que parecen razonables, pero en realidad son falsas; desacredita a quien señala sus manipulaciones; es como un ataque dos al alma», me explicó por correo, refiriéndose a la estrategia de ataque cibernético que consiste en sobrecargar un servidor con tráfico de múltiples fuentes. James Dama, un amigo de Laurenson que tuvo su propio conflicto con Yarvin, recordó que este «solía hacer chistes groseros sobre el peso o la apariencia de Lydia, y cuando nadie se reía, él se enojaba con Lydia y la acusaba de vanidosa». (Tanner, la primera novia de Yarvin, describió un patrón similar de insultos y exigencias).

Laurenson y Yarvin se separaron a mediados de 2022, con ella embarazada. Él me dijo que tal vez su necesidad de cercanía pudo haberle parecido a ella una actitud «controladora y sofocante», y aunque admitía su mala costumbre de hacer «chistes como alambres de púa», negó haber sido deliberadamente cruel en algún momento de su relación. (Agregó que, luego de la separación, «mi instinto natural era: voy a denigrarla en cada oportunidad que se me presente»… algo, señaló, que le salía «muy bien»). Un par de semanas después del nacimiento de su hijo, en diciembre de ese año, Yarvin solicitó y consiguió la custodia compartida. El caso, en la corte de familia, sigue siendo conflictivo. «Los padres están en desacuerdo en casi todo», observó el año pasado el mediador.Ahora que comparten un hijo pequeño, Laurenson pasa mucho tiempo pensando en la infancia del propio Yarvin. «Tiene una actitud del payaso de la clase, que busca desesperadamente llamar la atención», me dijo. Para ella, su adopción de una ideología provocadora parecía una especie de «compulsión de repetición», un mecanismo psicológico para reinterpretar el rechazo que sufrió de niño. Como el defensor monárquico vivo más famoso de eeuu, podía convencerse a sí mismo de que la gente lo rechazaba por lo bizarro de sus ideas, no de su personalidad. Laurenson se preguntaba si al principio no habría adoptado «la cosa monárquica» como una forma de ejercicio intelectual, un chiste de Usenet que después, como en el mundo paralelo del cuento de Borges, fue adquiriendo de a poco su propia realidad. «¿Será nada más que encontró un lugar donde la gente lo admira y lo deja trollear todo lo que quiera, y ahora solo vive en ese mundo?», aventuró.

Durante la última década, el liberalismo fue vapuleado desde ambos lados del arco político. Sus críticos de izquierda ven su comedido gradualismo como inapropiado para las emergencias múltiples del presente: el cambio climático, la desigualdad, el auge de una derecha etnonacionalista. En cambio, los conservadores lo pintan como un leviatán cultural que terminó pisoteando los valores tradicionales. En ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (2018), el politólogo de la Universidad de Notre Dame Patrick Deneen argumentó que el actual énfasis estadounidense en la libertad individual va en detrimento de la familia, la fe y la comunidad, convirtiéndonos en sujetos «cada vez más distanciados, autónomos e incapaces de relacionarse, repletos de derechos y definidos por nuestra libertad, pero también inseguros, impotentes, asustados y solos»30. Otros teóricos posliberales, como Adrian Vermeule, propusieron que el Estado restrinja ciertos derechos en favor de un «bien común» explícitamente católico.

Lo que reclama Yarvin es algo más simple y libidinalmente más satisfactorio: quemarlo todo de raíz y empezar de cero. Desde el ascenso del neoliberalismo a fines de la década de 1970, los líderes políticos abordan cada vez más la gobernanza como gestión corporativa, convirtiendo a los ciudadanos en consumidores y privatizando los servicios. El resultado ha sido una mayor desigualdad, el debilitamiento de las redes de contención social y la percepción generalizada de que la culpa de todos los males la tiene la democracia misma, lo que genera un apetito por el tipo de eficiencia autocrática que ahora ensalza Yarvin. «Un programa como el de Yarvin podría resultar seductor en una época de dominio neoliberal, en la que los esfuerzos por cambiar las cosas, ya sea el calentamiento global o la maquinaria de guerra, parecen vanos», me dijo la historiadora Suzanne Schneider. «Te permite reclinar la silla y que nada te importe un carajo, mientras otros se encargan de todo». Yarvin no tiene mucho que decir sobre la realización humana o sobre los humanos en general, que aparecen en sus textos como ovejas que hay que pastar, idiotas que hay que corregir o marionetas controladas por titiriteros de izquierda.

Más allá de su talento para llamar la atención, su obra no resiste un análisis serio. Está plagada de silogismos espurios y argumentos manipulados retroactivamente para que se correspondan con sus biliosas intuiciones. Leyó muchísimo, pero usa ese saber más que nada como agua para el molino de su fábula reaccionaria habitual: había una vez un mundo en el que la gente conocía su lugar y vivía en armonía, pero después vino la Ilustración, con la «mentira noble» del igualitarismo, y lo sumió en el caos. Yarvin critica a menudo a la academia por tratar la historia como una película de Marvel, llena de héroes y villanos demasiado simples, pero no queda claro qué sumaría decir que Napoleón era una especie de emprendedor de startup31. (Ha respaldado teorías revisionistas como la que afirma que las obras de Shakespeare en realidad fueron escritas por el 17° conde de Oxford, o la que sostiene que la Guerra Civil, que él llama Guerra de Secesión, empeoró las condiciones de vida de la población negra en eeuu). «Lo que tienen de bueno las fuentes primarias», según él, «es que a menudo basta con una para probar tu argumento»32, lo que sería toda una noticia para los historiadores.

Algunos de sus críticos más rigurosos se encuentran en la derecha. Rufo, el activista conservador, escribió que Yarvin es un «sofista» con un estilo de discusión hecho de «insultos infantiles, arranques de paranoia, frases plagadas de itálicas, digresiones inútiles, alarde bibliográfico y menciones de dibujos animados». Y agregó: «Cuando uno intenta ubicar qué es lo que en verdad piensa, no puede evitar descubrir que en el fondo no hay nada demasiado sustancial»33. El trato más generoso con las ideas de Yarvin ha venido de parte de blogueros asociados al movimiento racionalista, que se enorgullece de sopesar la evidencia incluso para sostener afirmaciones aparentemente descabelladas. Su formidable paciencia, sin embargo, también empezó a agotarse. «Nunca me trató como su igual, solo como alguien con el cerebro lavado», dijo Scott Aaronson, un destacado especialista en computación, refiriéndose a sus conversaciones con Yarvin. «Parecía creer que bastaba con darme a leer otro texto más sobre esclavos cantando felices o hacerme escuchar otro monólogo más sobre Roosevelt para que yo por fin viera la luz».

La seriedad intelectual tal vez no sea el objetivo. Su estilo polémico ha resultado útil para aquellos en la derecha que buscan justificar el resentimiento nerd y la voluntad de poder plutocrática. «El tipo no tiene una teoría coherente y fundamentada», me dijo Chris Murphy, senador demócrata de Connecticut. «Solo da la casualidad de que dice en voz alta lo que un montón de republicanos se mueren de ganas de escuchar».

No es difícil adivinar el desenlace totalitario de una teoría que combina la veneración del poder con el desprecio por la dignidad humana: hay quienes lo llaman fascismo. Como los bolcheviques, su némesis ideológica, también Yarvin parece creer que el único obstáculo para alcanzar la utopía es la reticencia a emplear todos los medios necesarios para lograrla. Declara que la transición a su régimen será pacífica, incluso alegre, pero en sus textos asoman fantasías violentas por todas partes. «A menos que el monarca esté dispuesto a exterminar a la nobleza o las masas, tendrá que ganarse su lealtad», escribió en marzo en su Substack. «No los vas a sacrificar, como a un montón de pavos con gripe aviar, ¿verdad?»34.

Sus convicciones extremas sobre cómo debería funcionar el mundo se extendieron también a este perfil periodístico. Algunas de sus sugerencias eran intrigantes: lanzó la idea de armar un debate con una de sus ex-novias y me invitó a viajar con él a Doha para acompañarlo en una reunión con Omar bin Laden, uno de los hijos de Osama. Otras eran impertinentes. Un día me mandó nueve mensajes objetando mi uso de la palabra «extremo»: un término «peyorativo y hostil», explicó, que no le hacía ningún favor a mi artículo. (Antes había alardeado varias veces, en nuestras conversaciones grabadas, de ser más «extremo» que cualquier miembro del gobierno actual). Unos días después del baile de la coronación en el hotel Watergate, escribió a The New Yorker quejándose de que yo me hubiera metido a la fiesta sin el permiso de su editor; dijo que esperaba que el incidente no se convirtiera en un «segundo Watergate» y aludió a sí mismo como «la persona más amable con los medios de todo el movimiento, ¡por lejos!». (Jonathan Keeperman, su editor de Passage Press y anfitrión del baile, dijo alguna vez que el Partido Republicano debería «colgar» –es decir, linchar– a los «prenseros», así que la vara no estaba muy alta que digamos).

Una mañana a principios de este año me desperté con 28 mensajes de Yarvin en los que expresaba sus inquietudes con respecto a mi técnica periodística. «El problema es que tu proceso es descuidado y siento que genera contenido de baja calidad, porque no es lo suficientemente confrontativo», escribió. «Cuando el proceso no es confrontativo no sé a qué me estoy enfrentando». Se planteó brevemente si quizás yo era «demasiado tonta como para entender las ideas» o si habría sucumbido a la autocensura mental que George Orwell llamaba «paracrimen». Me instó a ver La vida de los otros, una película ganadora de un Oscar en la que se muestra la relación entre un dramaturgo de la República Democrática Alemana y el agente de la Stasi encargado de vigilarlo. El agente de la Stasi, escribió Yarvin, «puede hasta poner por escrito las ideas del dramaturgo ‘sin ni siquiera pensarlas’. Ni siquiera es que se ‘oponga’ a las ideas disidentes. Es que ni siquiera deja que le toquen el cerebro». En la película, luego de conectar con las opiniones del dramaturgo, el agente finalmente se «quiebra». Yarvin, cabe suponer, sería el dramaturgo.

Me dijo que, por otro lado, estaba empezando a verme como un «pnj», un personaje no jugador. Sugirió que me sometiera a una prueba Voight-Kampff, el examen ficticio que se usa en Blade Runner para distinguir a los androides de los humanos. Su versión consistiría en ponernos a los dos a debatir «la teoría de la tabula rasa» contra el «racismo» y grabar la conversación. («Con ‘racismo’ me refiero por supuesto a la biodiversidad humana», aclaró). Cuando le expliqué que las pruebas a pedido no formaban parte de mi proceso de trabajo, Yarvin me mandó una captura de pantalla de «Agosto 1968», el poema de W.H. Auden sobre la invasión soviética de Checoslovaquia para reprimir la Primavera de Praga:

El Ogro hará lo que hacen bien los ogros,
proezas imposibles para el Hombre.
Pero hay un premio fuera de su alcance:
el Ogro nunca logrará el Lenguaje.

Después agregó que, aunque había aceptado participar de mi artículo porque «no existe la mala publicidad», ahora iba a tratar de frenar la publicación.

Me impresionó el contraste entre sus mensajes y el tono frío y medido que él mismo les había recomendado a Thiel y otros amigos en el manejo de los medios. Después del artículo de TechCrunch que en 2013 identificó a Yarvin, Balaji Srivinasan, el emprendedor, propuso en un correo electrónico «mandar a todos los perros de la Ilustración oscura a doxear a algún periodista vulnerable hostil». Yarvin lo disuadió. «¿Qué diría Heartiste?», preguntó, en alusión al artista del ligue y nacionalista blanco del blog Chateau Heartiste. «Casi siempre, la respuesta alfa correcta es ‘nada’. No digas nada. No hagas nada».

Una tarde templada de fines de febrero, Yarvin y Kristine, su esposa, manejaban por una ruta campestre del sur de Francia. Los acompañaban Brun y Díaz, los documentalistas. «¿A dónde estamos yendo, Kristine?», preguntó Brun desde el asiento del acompañante, girando la cámara para filmarla a ella, que iba atrás conmigo.
Dijo que no sabía muy bien. «La verdad es que me dice todo a último momento», explicó. «Es un poco como ser un perro. Solo sé que estoy en el auto, y no sé si estoy yendo a la plaza o al veterinario, y solo me entero al llegar».«Espontaneidad», intervino Yarvin.«Esa es una manera de llamarlo», bromeó Kristine.

Estábamos yendo a conocer a Renaud Camus, el novelista y escritor panfletario de 78 años que en 2011 publicó un incendiario manifiesto sobre el «gran reemplazo», según el cual las elites liberales están detrás de una conspiración para reemplazar a los europeos blancos con migrantes de África y Oriente Medio35. La expresión se ha convertido desde entonces en una bandera para nacionalistas blancos en todo el mundo, desde la marcha al canto de «No nos reemplazarán» en Charlottesville, Virginia, en 2017, hasta Christchurch, Nueva Zelanda, donde dos años más tarde un hombre publicó en internet un manifiesto con el mismo título que el de Camus para justificar el asesinato de 51 musulmanes.

Desde lo alto de una colina aparecieron los muros del castillo de Camus, el Château de Plieux. «¿Alguien sabe si tiene algún parentesco con Albert Camus?», preguntó Yarvin. «Creo que no es pariente de Albert, pero es un encantador anciano francés, gay y literato».

Brun, que es venezolano, se preguntó qué haría si Camus «tiene afuera un cartel de ‘No se admiten extranjeros’».

«Bueno, ¿viniste a reemplazarnos?», bromeó Kristine. Nadie respondió.

Yarvin tocó el timbre, una impresionante campana de metal junto a la puerta, y enseguida Pierre Jolibert, la pareja de Camus, nos hizo pasar. Camus nos esperaba arriba con una botella de champán. Con su barba blanca cuidadosamente recortada y su chaqueta de pana marrón, además del corbatín y el reloj de bolsillo dorado con cadena que completaban el conjunto, parecía un hombre de letras salido del siglo xix. Hablando un inglés perfecto con acento británico, dio la impresión de que no había tenido más remedio que comprar el castillo –cuya construcción se remontaba al siglo xiv– cuando su biblioteca desbordó su pequeño apartamento parisino. Eso había sido 35 años atrás. Ahora, reconociendo las pilas de libros que empezaban a adueñarse del estudio cavernoso, dijo que estaba por toparse de nuevo con el mismo problema.

Entre varias copas de champán, Yarvin le lanzó una serie de preguntas, aunque rara vez esperaba lo suficiente como para que su anfitrión le diera una respuesta completa. ¿Qué pensaba Camus de Philippe Pétain? ¿De Charles de Gaulle? ¿De Napoleón iii? ¿De Napoleón i? ¿De Ernst Jünger? ¿De Ernst von Salomon? ¿De Ezra Pound? ¿De Basil Bunting? Más que una interacción, lo que parecía querer Yarvin –ex-campeón de trivia– era una palmada en la cabeza por su despliegue de erudición.

Después bajamos a almorzar –pato crujiente, quiche Lorraine, vino tinto– y Yarvin retomó su interrogatorio. ¿Qué opinión le valía Thomas Carlyle? ¿Michel Houellebecq? ¿Luis xiv? ¿Qué le diría a Charles Maurras si estuviera vivo hoy? ¿Qué habría pensado Dostoievsky de la teoría del covid como fuga de laboratorio?

Camus soltaba una risita aguda cada vez que su invitado le hacía una pregunta particularmente extraña, pero se quedó anonadado por su insistencia con Brigitte Macron, la primera dama francesa, de quien Yarvin sospechaba que en verdad era un varón. «Estamos lidiando con el hecho más importante de la historia del continente», exclamó Camus, refiriéndose al aumento de la inmigración no blanca en Europa. «¿Qué importa si la señora Macron es hombre o mujer?».

Brun les pidió que se acercaran a una ventana para poder filmarlos desde el exterior. Paseando la mirada por el mosaico de campos prolijamente cultivados que se extendía debajo, Yarvin se refirió al «gran reemplazo» como «uno de los mayores crímenes» de la historia. «¿Es peor que el Holocausto? No lo sé. (…) Todavía no hemos visto el desenlace». Había estado bebiendo desde su llegada y parecía visiblemente alterado. «Yo tengo tres hijos», le contó a Camus. «¿Acabarán alineados y marchando hacia fosas comunes?». Habían estado hablando de la novela apocalíptica de Jean Raspail, El desembarco (1973), que describe una invasión de migrantes indios que destruye las naciones europeas36. Ya sollozando, Yarvin agregó: «Yo quiero que mis hijos mueran en el siglo xxii. No quiero que tengan que pasar por alguna forma delirante de Holocausto poscolonial».

Después del postre, el café y un ron de Guadalupe, llegó la hora de un paseo vespertino. Con su bastón de madera, Camus le mostró a Yarvin el pueblito de Plieux. La primavera se había adelantado, un cerezo exhibía su temprana floración. Cuando pasaron frente a la iglesia local, Yarvin sacó su teléfono para mostrarle a Camus una foto del pequeño hijo que comparte con Laurenson. «La madre de este niño no era mi esposa», le contó en confidencia. Al momento siguiente estaba leyendo un poema de Konstantinos Kavafis, de nuevo con lágrimas en los ojos.

En un momento en que Yarvin y Camus se adelantaron, los documentalistas hicieron una pausa para evaluar el trabajo del día. Brun dijo que Yarvin le recordaba al personaje agotador de ¿Y dónde está el piloto?, que habla tan incesantemente que empuja al suicidio a sus compañeros de asiento. Nos preguntamos qué estaría pensando Camus de la tarde. No tardamos en enterarnos. «Si los intercambios intelectuales fueran intercambios comerciales –y en cierta medida lo son–, el volumen de mis exportaciones no llegaría a 1% del volumen de mi última importación», escribió Camus en su diario, que posteó en internet al día siguiente. «El visitante habló sin interrupciones desde que llegó hasta que se fue, durante cinco horas, muy rápido y muy fuerte, deteniéndose solo para extraños ataques de llanto, cuando habló de su difunta esposa pero también, más extrañamente, de ciertas situaciones políticas»37.

Ya había oscurecido cuando volvimos al château. «Muchísimas gracias por la hospitalidad y por el pato y el castillo», dijo Yarvin, echando un vistazo alrededor. «¿Cuánto costó?». Dándole un apretón cariñoso en el brazo, Kristine lo retó: «¡Eso no se pregunta!».

Camus le regaló algunos de sus libros como recuerdo, pero la mente de Yarvin ya parecía en otro lugar. Al día siguiente volaba a París para encontrarse con un grupo de zoomers iluminados por la red pill y con Éric Zemmour, polemista de extrema derecha que hace unos años fue candidato a presidente de Francia.

Camino al auto, Yarvin bullía de entusiasmo infantil por su desempeño. Se volteó hacia mí y los documentalistas. «¿Salió bien?», nos preguntó. «¿Salió bien?».

Nota: la versión original de este artículo, en inglés, se publicó en The New Yorker, 9/6/2025, con el título «Curtis Yarvin’s Plot Against America». Traducción: Renata Prati.

  • 1. Mencius Moldbug: «An Open Letter to Open-Minded Progressives» en Unqualified Reservations, 17/4/2008.
  • 2. Klint Finley: «Geeks for Monarchy» en TechCrunch, 22/11/2013.
  • 3. El Estado administrativo engloba agencias federales, burocracia y organismos de regulación. Suele ser asociado al «Estado profundo», núcleo de una teoría conspirativa de la extrema derecha [N. del E.].
  • 4. Abogado y ex-gobernador de Nueva Jersey [N. del E.].
  • 5. Joseph de Maistre (1753-1821) fue un teórico político y filósofo saboyano, representante del pensamiento reaccionario opuesto a las ideas de la Ilustración y la Revolución Francesa [N. del E.].
  • 6. La ventana de Overton es un modelo que refiere a las opiniones que se pueden expresar en el espacio público sin que el individuo o partido político que las expresa sea directamente descalificado [N. del E.].
  • 7. C. Yarvin: «Narrative and Reality in Trump 47» en Gray Mirror, Substack, 7/11/2024.
  • 8. Liberal en el sentido estadounidense, término que incluye posiciones progresistas sobre temas sociales [N. del E.].
  • 9. Mencius Moldbug: «A Formalist Manifesto» en Unqualified Reservations, 7/4/2007.
  • 10. H.-H. Hoppe: Democracia. El dios que fracasó [2001], Unión, Madrid, 2013.
  • 11. Mencius Moldbug: «Patchwork: A Political System for the 21st Century» en Unqualified Reservations, 20/11/2008.
  • 12. Mencius Moldbug: «Why I Am Not A White Nationalist» en Unqualified Reservations, 22/11/2007.
  • 13. C. Yarvin: «Migration and the Sovereign Firm» en Gray Mirror, Substack, 28/12/2024.
  • 14. El término hace alusión a los unitarios universalistas, una corriente religiosa que pone el acento en la razón, la ética y la libertad individual, en lugar de en dogmas religiosos en sentido estricto –puede incluir a personas de credos variados– [N. del E.].
  • 15. P. Thiel: «The Education of a Libertarian» en Cato Unbound, 13/4/2009. Thiel se declaró «orgulloso» de ser abiertamente gay y republicano [N. del E.].
  • 16. Mencius Moldbug: «Democraphobia Goes (Slightly) Viral» en Unqualified Reservations, 7/5/2009.
  • 17. Pick up artist refiere a una subcultura (principalmente masculina) centrada en técnicas para seducir y conquistar mujeres, a menudo mediante estrategias manipuladoras o psicológicas. Está estrechamente vinculado a la androsfera (manosphere), una comunidad en línea variada pero básicamente misógina, que incluye a incels (célibes involuntarios), MGTOW (Men Going Their Own Way [Hombres que siguen su propio camino]), Redpill/MGTOW [N. del E.].
  • 18. P. Thiel con la colaboración de Blake Masters: De cero a uno. Cómo inventar el futuro, Gestión 2000, Barcelona, 2015.
  • 19. En el sentido de su diversidad [N. del E.].
  • 20. Joseph Bernstein: «Here’s How Breitbart and Milo Smuggled White Nationalism into the Mainstream» en BuzzFeed, 5/10/2017.
  • 21. Alguien que intenta impresionar o provocar publicando opiniones exageradas, nihilistas o extremistas, generalmente en internet [N. del E.].
  • 22. El Pizzagate fue una teoría conspirativa viral durante las elecciones presidenciales de 2016, que afirmaba sin fundamento que altos funcionarios del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton, operaban una red de tráfico infantil desde la pizzería Comet Ping Pong en Washington, DC [N. del E.].
  • 23. Mencius Moldbug: «Right-Wing Terrorism as Folk Activism» en Unqualified Reservations, 23/7/2011.
  • 24. Finalmente, Musk y Trump fueron protagonistas de una sonada ruptura, de consecuencias inciertas [N. del E.]
  • 25. Peter Jamison y Elizabeth Dwoskin: «Curtis Yarvin Helped Inspire doge. Now He Scorns It» en The Washington Post, 8/5/2025.
  • 26. Curtis Yarvin: «Gaza and the Laws of War» en Gray Mirror, Substack, 3/4/2024.
  • 27. Film documental de 1975 realizado por los hermanos Albert y David Maysles que muestra la vida de Edith Ewing Bouvier y Edith Bouvier Beale, tía y prima de Jacqueline Kennedy, en su mansión en ruinas de Grey Gardens [N. del E.].
  • 28. Corresponde al insulto racista nigger [N. del E.].
  • 29. «Face Off: Christopher Rufo vs. Curtis Yarvin» en IM-1776, 11/4/2024, disponible en https://im1776.com/2024/04/11/rufo-vs-yarvin/.
  • 30. P. Deneen: ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, Rialp, Madrid, 2018, p. 21.
  • 31. C. Yarvin: «Narrative and Reality in Trump 47», cit.
  • 32. Mencius Moldbug: «An Open Letter to Open-Minded Progressives», cit.
  • 33. «Face Off: Christopher Rufo vs Curtis Yarvin», cit.
  • 34. C. Yarvin: «Barbarians and Mandarins» en Gray Mirror, Substack, 6/3/2025.
  • 35. R. Camus: Le Grand Remplacement suivi de Discours d’Orange, edición del autor, Plieux, 2012.
  • 36. J. Raspail: El desembarco, Plaza & Janés, Barcelona, 1975.
  • 37. R. Camus: Journal 2025, 21/2/2025, disponible en www.renaud-camus.net/journal/2025/02/21.

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