—¿Podés tocar la primera nota? —dijo su mamá.
—Sí —respondió el niño
—¿Podés tocar la segunda?
—Sí —asintió de nuevo.
—Entonces podés tocar toda la pieza.
Así lo alentaba su madre cada vez que él sentía que no podía avanzar. De eso se trataba el juego al principio. Una nota a la vez. Vivir con paciencia la exploración que nacía de manos inseguras sobre el instrumento, educarse en los matices del silencio, en los significados del sonido y sus resonancias. Acostumbrarse a ir y venir sobre una misma línea hasta abrazarla, hasta envolverla de recuerdo y repetirla en sueños, hasta reconocerla en sus infinitos detalles, hasta verla florecer en el aire que es el lugar donde también perfuma la música.
Había comenzado a tocar a los tres años y a los siete ofrecía su primer concierto profesional. Primero habían sido los instrumentos de viento y después finalmente el piano. De adolescente ingresó con una beca al Berklee College of Music donde hermanó la música clásica con el jazz. Integró las bandas de dos leyendas del género: Charles Lloyd y Miles Davis. Pero no duró mucho, aunque – dice– aprendió una enormidad. De ahí se lanzó a construir su propio camino. Y decir “se lanzó” no es exagerado porque durante mucho tiempo se olvidó, o ignoró, todas las partituras que lo habían acompañado en su vida y aprendizaje, y empezó a improvisar como un demente suelto en los subsuelos de los bares de Manhattan.
Arrancaba los conciertos desconociendo la introducción y los terminaba sin punto final, como esas historias que nos abren una ventana de intensidad o emoción a la vida de alguien, pero no nos definen de quien se trata, ni nos estacan con su moraleja. Lo daba todo durante más de una hora sin pausa.
Cada concierto era confirmar asistencia a un exorcismo, al arrebato de una presencia sin programa previo, a la ceremonia de una catedral sin tiempo. Pero no era gratis, se exigía ser parte de la comunión. En un clima de absoluto silencio, verlo y escucharlo, eran una misma cosa. Mientras las melodías nacían y se perdían y renacían, su cuerpo se contorsionaba como una planta sacudida por la brisa y su voz crujía como una trompeta seca. Pequeños gemidos que rompían espontáneos con los sonidos que su paisaje interior le dictaba. Un paroxismo humano que oscilaba entre el resplandor de una tormenta eléctrica y el pájaro que llega a nuestra ventana a demorarse con su reflejo. Una rareza solo accesible para pocos y aun así grabó el disco más vendido de piano en solitario de la historia.
En 1975 llegó a la ciudad de Colonia en Alemania a brindar un concierto y el piano que subieron por error al escenario era el de segundo uso del teatro, el que se acostumbraba para pruebas y ensayos. Lo convencieron de no cancelar y en el registro medio de las teclas encontró que podía respirar contra los extremos desalmados del instrumento, contra lo imprevisto y contra sus propios demonios. El resultado, el álbum The Köln Concert. Un disco icónico con más de cuatro millones de unidades vendidas a lo largo de la historia y abrevadero inagotable de nuevos instrumentistas. A su lado obsesivo no lo termina nunca de convencer.
A lo largo de los años la fama lo persigue, crea formaciones propias a uno y otro lado del atlántico y descansa en parte de su monólogo obsesivo, demuestra su mal genio en diferentes presentaciones y el cansancio físico, que lo acucia durante décadas, lo alcanza y lo postra.
El mundo aguarda su vuelta impaciente por más de tres años y cuando en 2010 publica un disco de baladas de standards, de melodías que muchos reconocen y son accesibles al oído general, todo se vuelve una sugestiva caricia, un dulce reverso a la intemperie. Mientras lo registra en el pequeño estudio de su casa, junto a un viejo amigo que se encarga del contrabajo, el perfume que sube por la ventana de la sala le susurra que ese es el aroma del amor en el jazz y que ese es el nombre que el disco debe sellar en la portada: Jazmín.
A fines del siglo diecinueve New Orleans era Las Vegas del momento en los Estados Unidos. Y si bien nunca se acuñó la frase, “Lo que pasa en New Orleans se queda en New Orleans”, se sabía que esa era su tácita licencia. La ciudad era un paso de transito obligado donde confluían líneas férreas y marítimas desde todos los puntos cardinales lo que apiñó rápidamente a gente de todo tipo: comerciantes, trabajadores, músicos, prostitutas y aventureros.
Tal era el despliegue de oportunidades que se ofrecían, luego de que en 1863 se aboliera la esclavitud y en 1869 se legalizara el juego, que el centro del desarrollo del sur del país se convirtió también el centro del descontrol nacional. Alguien debía ordenarlo y ese fue el concejal del ayuntamiento Sidney Story. Fácil. Seleccionó unas treinta y ocho manzanas de superficie y lo declaró zona de prostitución tolerada.
De esta manera, en 1897 nació “El Distrito”, conocido a lo largo de los años como “Storyville”, un espacio donde llegaron a funcionar cerca de doscientas casas de placer que variaban entre los sórdidos cribs (casuchas de una sola habitación), los cabarets y las elegantes maisons ubicadas en la famosa Basin Street. Era tal el nivel de oferta que llegó a imprimirse el “Blue Book”, formalmente titulado “El Libro Azul: Un Sistema Uniforme de Citas”, el cual podía adquirirse por 25 centavos y en donde se especificaba y promocionaban las ofertas femeninas del momento y los lugares donde se brindaban los servicios.
En ese ambiente donde todo se mezclaba y convivía, –el fotógrafo E.J. Belloq lo retrató en un silencio que calló durante décadas–, se cocinaba una música que oscilaba, por un lado, entre la fanfarria de las bandas que desfilaban para celebrar el carnaval de Mardi Gras, y por otro, con el toque suave que se exigía a los pianistas para diferenciar a las casonas refinadas de las tabernas. Era una música nueva, distinta, contagiosa y la mayoría de las veces festiva, el telón de fondo ideal a ese ambiente viciado donde todos encontraban su lugar en noches excitantes e impredecibles y en donde el jazmín impregnaba las pasiones.
Relatan que en las calles de tierra por donde transitaban carruajes y animales, la mierda y el barro se mezclaban enviciando el aire de un olor pestilente, a lo que se le sumaba para volverlo a veces irrespirable, un improvisado e ineficiente sistema de alcantarillado. Diferenciarse de esas emanaciones se convirtió en una estrategia de seducción imprescindible, por ello para contrarrestarlo las meretrices escogían perfumarse con fragancia de jazmín (jasmine) para atraer a los potenciales clientes.
Llegó a imponerse de tal manera este aroma que los burdeles ofrecían a quienes acudieran a su local una jass-music acorde al lugar, y quien compartía los encantos con una jass-belle quedaba prendado distintivamente de su fragancia por lo que se bautizó al amante perfumado como alguien jassed, así naturalmente con el tiempo se le empezó a pedir a los músicos que tocarán de modo jassed también, es decir, sexy o lujurioso, para mantener un ambiente cautivador durante toda la noche. Algunos forzando lo inverosímil suponen que alguien quitó, en una humorada, a jass la j de algún letrero, lo que volvió imperioso rebautizar a esa “ass-music” (música del culo) de un modo único, así finalmente se alteraron las eses por zetas dando origen a lo que todos conocemos: jazz.
De todos los grandes maestros que vivieron por esos años y entregaron su música en grandes batallas de talento ninguno recuerda que esa música, que despertaba tanta fiebre y emociones, alguien la llamara jazz en esos días. Para todos era simplemente blues o ragtime, sin embargo, más allá de que esta etimología sea improbable, es innegable que en esas primeras noches donde se tejían las particularidades que lo convertirían en un género propio con el paso del tiempo, el perfume del jazmín convivía íntimamente con esa música ardiente y juntos embriagaban los salones de New Orleans mientras flotaban en el aire.
A comienzos del siglo XX, con la participación de EEUU en la primera guerra mundial, una ley nacional prohibía que a menos de cinco kilómetros de una base marítima de guerra existieran lugares de distracción o fiesta. Las peleas, robos, e incluso los homicidios en los cuales los marineros se veían implicados, determinaron la suerte de El Distrito. En 1.917, contra la oposición del gobierno local, Storyville fue demolido.

Keith Jarrett ha vivido tres años de fatiga crónica y apenas ha podido moverse. Lograr que asista a una entrevista es prácticamente imposible, pero la realización de un documental homenaje a la carrera de su viejo amigo Charlie Haden lo obliga a abrir su estudio.
El reencuentro entre los músicos despierta recuerdos y alegrías, por lo que a los pocos días una nueva reunión en casa de Jarrett, con la invitación a Haden y su esposa a cenar, es la excusa perfecta para sentarse al piano y dejarse acompañar por el contrabajo. Todo es tan natural que el resultado los sorprende de tal manera que en pocos días registran un puñado de canciones de amor con “las que era difícil no involucrarse de inmediato”.
En la pequeña sala de grabación de la casa de Jarrett las horas se suceden sin prisa mientras se dejan subyugar por la belleza de algunos clásicos del cancionero americano. Baladas de inicio del siglo XIX, o de mediados de los ochenta, se suceden una tras otra; no hay desmesuras, todo lo contrario, solo una linealidad paciente, sobria y profunda en donde las melodías originales son transmutadas por la improvisación respetuosa que autorizan la dedicación y compromiso de toda una vida enfocada al arte.
El entusiasmo alcanza el punto en que Jarrett decide incorporar en el interior del cd unas líneas acerca del trabajo: «El jazmín es una flor que florece por la noche y desprende una fragancia maravillosa. Espero que podáis apreciar lo que hay detrás de esto… Se trata de música espontánea, creada en el momento, sin ninguna preparación salvo la dedicación a lo largo de nuestras vidas a no aceptar ningún sustituto: o es auténtica o no es nada. O es la vida real, o es una caricatura…”. El sello ECM lo edita con un lanzamiento especial. Las review de las revistas de música del mundo llenan páginas de elogios a dos músicos que ya no tienen nada que demostrar salvo que el arte verdadero no tiene tiempo ni fronteras. En todos los rincones del mundo el reencuentro de estos grandes artistas después de treinta años se celebra como ellos mismos lo describen: “Son grandes canciones de amor interpretadas por músicos que, en su mayoría, intentan mantener intacto el mensaje. Espero que puedan escucharlas tal y como las escuchamos nosotros”.
¿Pero cómo la escuchan ellos? ¿Cómo tamizan cada canción aquellos que han tenido la dicha de encontrarse con este disco? Consciente de que no hay respuestas a la emoción de una melodía y mucho menos recetas para transferir lo que despierta en cada uno lo que dos hombres rendidos al hechizo de su arte pueden grabar acerca de canciones memorables, –“…porque con Charlie estamos obsesionados con la belleza –, es que arriesgo mis sensaciones para acercarme al perfume de esta música. Habitar la noche, la hora en que todas las cosas tienen su reverso —la calle vacía, el árbol con su silueta esquiva, el cielo entregado a sí mismo–, el jardín en penumbras, el agua demorada en la fuente con su reflejo de luna, la quietud de la memoria que amansa el instante como la oscuridad apaga el reencuentro con los cosas de todos los días, la indulgencia con uno mismo, la infancia en los días finales de cada octubre donde el jazmín rompe en flores con su perfume de lluvia, el cálido destello de la persona amada en nuestra conciencia.
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