Post-Pandemia, desafíos de San Luis y un riesgo de la vacuna. (Extracto parcial, inconcluso y desordenado)
Marcelo Amitrano
Cerros Largos, San Luis, 28 de diciembre de 2020
Muy probablemente, en algún tiempo, se escriba que el 2020 fue un año especial, particular, de ruptura, bisagra; el año de la última pandemia.
Muy probablemente, se diga, que en el inicio de la segunda década del XXI todo se cuestionó y todo cambio. Que en el pandémico año 2020 hubo que asumir y tomar ciertas actitudes, acciones y decisiones, individuales y colectivas, que permitieron seguir adelante.
Tenemos la particularidad de ser la sociedad de la pandemia. Pandemia que lo abarco todo, influyo en todo y todo lo altero. Puso en crisis la arquitectura y fundamento del sistema social que supimos construir y que nos brindaba contención, seguridad, previsibilidad y comodidad.
Nos sacó de nuestra área de confort, nos impulsó a la incertidumbre y, con la velocidad propia de estos tiempos de internet, nos mostró que aquello que creíamos estable y confiable ya no lo era; dinamitando, definitivamente, el mito moderno del progreso contante y perpetuo.
Un virus, tan conocido como desconocido por igual, nos recordó la debilidad humana y la fragilidad de nuestras construcciones sociales, culturales, económicas y/o políticas.
Dejando de lado lo exclusivamente médico y sanitario, y desde una perspectiva más integral, algunos dirán que la aparición de este “nuevo COVID” constituye el último eslabón de una cadena de sucesos, fenómenos y acontecimientos que nos empeñábamos en negar; otros, coincidiremos, en que representa el hecho global de cierre de una época; la clausura de un periodo de nuestra historia que se inició con la “caída del Muro”, allá por los 90 del siglo pasado, y que se sustentaba sobre la ilusión retórica del “Fin de la Historia” donde la democracia liberal, la economía de mercado, la paz y el progreso indefinido no solo reinarían sin cuestionamientos sino que brindarían la condiciones de vida óptimas para el “último hombre”.
Pero el “R” muy por encima de 0 de un virus cuyo impacto en los pulmones no tiene (por ahora) cura, hizo caer el gran velo, sepultando el sacrosanto concepto de la modernidad y todo lo que implicaba bajo los escombros de la incertidumbre, la anarquía y el desorden; generando las condiciones ideales de una profunda e integral crisis, entendida no como partida de defunción, sino como el particular momento que requiere la toma de decisiones fundacionales.
Esta crisis alcanza integralmente tanto lo individual como lo colectivo, involucra todos los aspectos de existencia humana; reducirla a consideraciones sanitarias, o a cuestiones económicas, o a decisiones políticas, o a interpretaciones místico religiosas, entre otras múltiples y habituales reducciones, es la tentación de transitar el camino fácil y conocido, pero inconducente.
Hoy el desafió es asumir que adelante es lo indeterminado y que debemos avanzar, con creatividad e inteligencia, en una refundación vertical y horizontal de nuestra realidad social. Debemos levantar la vista y mirar un poco más allá de la coyuntura, debemos identificar, perfilar y definir la post-pandemia (o nueva normalidad) a la que aspiramos haciéndola perfilar en el horizonte.
El advenimiento de una nueva realidad post-pandémica no se estructurará sobre consideraciones sanitarias, económicas, políticas o culturales, inexorablemente se centrará en una dimensión ética donde apoyar todo lo anterior.
Lo que nos definirá y proyectara en y hacia el futuro, tanto como individuos como sociedad, serán los consensos éticos que logremos alcanzar; entendiéndolos como las concepciones y/o posicionamientos compartidos frente a temas, cuestiones y desafíos esenciales que afectarán e impactarán de forma existencial a las próximas generaciones.
La tan mentada “nueva realidad” va imponer, indefectiblemente, claros posicionamientos éticos, primero personales y luego comunitarios, sobre infinidad de cuestiones que se surgirán y derivarán de un dinámico circulo de relaciones e interacciones simbióticas entre seres humanos, medioambiente y algoritmos.
La consideración del ser humano, los tipos y formas de neo-vínculos sociales, el calentamiento global, la información como factor de poder, la producción en serie de seres humanos genéticamente modificados, la inteligencia artificial, la bioética, la privacidad, los datos, la producción, los recursos y su apropiación, el espacio extraterrestre, la internet de las cosas, la accesibilidad, la masificación de la interfaz humano-maquina, la inminencia de una nueva extinción masiva de especies, el cómo educamos y el para que formamos, los nuevos derechos y las nuevas obligaciones, la automatización de la vida, la diversidad; entre muchas otras cuestiones requieren, a corto plazo, una opinión, un posicionamiento, un abordaje y/o una definición sobre las cuales poder estructurar nuestra vida y materializar una arquitectura social eficaz, inclusiva y acorde a nuestro estadio evolutivo.
En nuestra realidad cotidiana no es más que la redefinición, recreación y reedición del contenido y singularidad del “nosotros” con el que aspiramos identificarnos y sentirnos parte.
Obviamente estos concensos éticos fundamentales se estructurarán a partir de la puja, dialogo y/o complementariedad de intereses, valores, creencias, aspiraciones, sueños y/o temores, que aportamos a lo colectivo desde nuestra individualidad y que se amalgaman y conviven en el sustrato social. Lo anterior impone contar con los mecanismos, procesos y sistemas que permitan la concreción de estos concesos y accionar de los liderazgos que los impulsen, conduzcan y sostengan.
Si se comparte lo anterior, se coincidirá entonces que todos los esfuerzos de los líderes deben estar orientados y enfocados a alcanzar, en sociedades cada vez más heterogéneas y desiguales, estos consensos éticos fundamentales.
En este punto es que se vislumbra el desafío central que enfrentamos como comunidad y que tiene su centro de gravedad en lo que haremos con aquello que llamamos democracia. La post-pandemia forzará la redefinición de los fundamentos conceptuales de mismísimo funcionamiento del sistema democrático.
Antes de continuar es necesario aclarar que lo que se argumentará tiene dos supuestos; por un lado en que el ser humano sigue teniendo como su único ambiente de existencia, desarrollo y evolución el medio social, es decir seguimos siendo seres sociales y necesitamos vitalmente la interacción con otros; y por otro, que más allá de las características actuales de nuestras sociedades y el desarrollo tecnológico existente deberemos, por un tiempo más, seguir utilizando esquemas de representación a la hora de establecer mecanismos y procesos de toma de decisiones; en otras palabras, lo que entendemos por democracia representativa sigue siendo necesaria.
Aclarado estos supuestos; el desafío, entonces, que enfrentan las democracias del siglo XXI, se centra en cómo dotarse con un sistema eficiente y eficaz que canalice ordenadamente legítimas, diversas y disimiles cosmovisiones orientándolas hacia acuerdos sociales consistentes.
Aquí resulta necesario abandonar, por un momento, la idea romántica de que una verdadera y eficaz democracia es aquella que funciona sobre consensos compartidos generados de forma pacífica y madura entre los diversos actores del sistema, visión propia del deber ser; y detenernos en la cruda realidad del día a día donde la permanente colisión de intereses y la preminencia de uno sobre otros, marca el ritmo del devenir democrático de la sociedad.
Este natural juego de intereses contrapuestos es saludable si se encauza vía procesos que facilitan la construcción, materialización y sostenimientos de determinadas mayorías que legitimen posicionamientos, definiciones o afirmaciones comunes, que en sus sumatoria determinen el aspiracional bien común o interés general de la sociedad.
Es común pasar por alto que una de las más contundentes consecuencias de la actual pandemia es el socavamiento de los mecanismos sociales de construcción de mayorías, que con diversas intensidades ha afectado a todas las democracias occidentales.
La incógnita más inquietante frente a la post-pandemia es si tenemos la visión, capacidad, voluntad y osadía de darnos nuevos mecanismos de participación democrática que refleje y materialice, de la mejor manera posible, mayorías sociales que resultan cada vez más ajustadas y efímeras.
La realidad actual muestra que los sistemas que hemos venido utilizando y que nos servían para aglutinar opiniones y sopesar su volumen y alcance, se encuentran irrecuperablemente deslegitimados y con grandes dificultades de cumplir con su función envueltos en espirales ascendentes de ineficiencia sistémica.
Va de suyo que esto no es porque los sistemas, que nos trajeron hasta aquí, sean malos, sino que la realidad o el ambiente en que fueron ideados y donde debían operar, no solo se ha modificado, sino que ha desaparecido haciéndolos absolutamente inservibles.
Se debe tener presente que por definición los sistemas no son ni buenos ni malos, sino que, por el contrario, sirven o no sirven según cumplan o no con aquello para lo que fueron establecidos. Los sistemas de construcción de mayoría que conocíamos ya no nos sirven, siendo percibidos socialmente como herramientas captadas y cooptadas por una determinada clase o sector social para generar y mantener determinados privilegios.
La consecuencia natural de esta debilidad sistémica es la apatía ciudadana, la alta conflictividad social imperante, la cada vez mayor relevancia de los extremos en el proceso político, la lógica de suma cero en la acción política y el permanente desacatamiento de decisiones tomadas en marcos institucionales democráticos y legales y, finalmente, el debilitamiento integral de la democracia.
Ahora bien, lo anterior tiene su relevancia e impacto en nuestra realidad próxima, inmediata y cotidiana. Si nos detenemos en lo local, este impacto en
San Luis es extremadamente significativo, condicionante y apremiante.
Si en San Luis no nos abocamos de forma seria, contundente e inmediata a repensar nuestra manera de generar, materializar, sostener mayorías, la “nueva normalidad” podrá ser un abismo gravitacional impredecible caracterizado por una marcada inmovilidad social y consolidado estancamiento económico, cuya resultante será una profunda incapacidad estructural de generar y aprovechar oportunidades.
Esto encuentra verosimilitud sin dimensionamos los desafíos que como comunidad deberemos afrontar en lo inmediato y los contrastamos con los sistemas que disponemos en la actualidad para procesarlos y gestionarlos.
Todos nuestros sistemas de participación, construcción de mayorías, determinación de liderazgos y/o generación de concesos son previos a la “caída del Muro”, casi contemporáneos al boom del “fax” como medio de comunicación y fueron diseñados e implementados, como un tratado de paz, sobre una determinada realidad social que, objetivamente, hoy solo queda en recuerdos y anécdotas. La coyuntura pandémica ha desnudado nuestra ineficiencia sistémica que nos ubica en una posición de acuciante debilidad.
Es la hora de encarar la tarea de imaginar, repensar, rediseñar y reestablecer una serie de instituciones, procedimientos y sistemas con el objetivo de reimpulsar la participación democrática generando las condiciones sociales que nos permitan volver a sentirnos parte y reflejados en un “nosotros” común. Esta tarea debemos asumirla con grandeza, decisión, generosidad y ausencia de personalismos.
En el caso particular de nuestro San Luis debemos poner en consideración una serie de sistemas que resultan vitales y arquitectónicos en la generación de concesos sociales, en la determinación de mayorías y en el surgimiento y legitimación de liderazgos. Estos sistemas son: el de representación, el electoral, el de organización territorial, el de justicia y, subsidiariamente, el de formación en ciudadanía.
La Representación:
El concepto de representación, presente desde los orígenes de las ideas y teorías democráticas, apunta a recrear reducidamente y lo más fielmente posible la composición, estructura, intereses y partes de una sociedad y poder así constituir instituciones acotadas y manejables que permitan su gobierno.
En este sentido, es medular que la representación se derive de alguien o algo que verdaderamente exista y posea entidad y relevancia social, evitando siempre las superposiciones y duplicaciones de representatividad.
Sencillamente, a la hora de analizar la pertinencia de un sistema de representación se debe poner sobre tapete las instituciones intervinientes y preguntarse a quien o a que representan y como lo hacen.
La última vez que los Puntanos definimos nuestro sistema de representación social y política teníamos frente a los ojos una sociedad que en cuanto a cantidad era menos de la mitad de la actual, que su composición era mucho menos heterogénea que la actual y cuya distribución espacial no se asemeja en nada con la actual. Éramos una sociedad que trabajaba, producía y se vinculaba de formas y con características que hoy difícilmente encontremos.
Al considerar nuestro sistema resulta evidente que presenta características constitutivas, estructurales y funcionales que en la actualidad resultan insostenibles y requieren su replanteo. Por citar solo un par ejemplos podemos detenernos en la Cámara de Senadores de la Provincia que se integra con 9 (nueve) senadores que “representan”, cada uno de ellos, a los departamentos de la provincia; siguiendo la metodológica antes planteada y considerando que los ciudadanos que los habitan encuentran su representación en sus diputados, resulta pertinente preguntarse si el departamento posee la entidad y/o relevancia histórica, jurídica, política o social que justifique y requiera la existencia de una representación, desde toda óptica la respuesta no sería positiva. Un segundo abordaje podría resultar desde la óptica de que representan a las instituciones “federadas” léase a los municipios cuya jurisdicción se encuentra dentro de los limites departamentales, pero en este caso la representación de estos recae en la cabeza del poder ejecutivo de los mismos (intendentes) y no existe vinculo legal ni reglamentario que condiciones o vincule el accionar o posicionamiento del Senador con la opinión o con un mandato de los intendentes de su departamento. Resulta claro que desde el punto de vista de la teoría de la representación la Cámara de Senadores de la Provincia no tendría mucha justificación; lo que no invalida la necesidad de contar con un sistema legislativo bicameral, solo expone la necesidad de establecer otro tipo de constitución o integración que refleje claramente una representatividad más concreta, real y políticamente relevante.
Otro ejemplo distorsivo de nuestro sistema de representación es la distribución de bancas en la cámara baja conforme a criterios de cantidad población por departamento, esquema establecido para una determinada distribución espacial que hoy resulta arcaica e inexistente generando con igual intensidad, gravedad e injusticia situaciones de sobre-representación o sub-representación. Esta situación, que obviamente resiente la consideración de los ciudadanos respecto a su representación, es aún más distorsiva si lo analizamos a nivel municipal en lo referente a la integración de los distintos Consejos Deliberantes.
Por último, resulta relevante incorporar la perspectiva de considerar, a la hora de estructurar mecanismos de representatividad, las características organizacionales actuales de la sociedad y las formas que los individuos participamos de la misma.
En este sentido no es posible soslayar que las formas o vías por las cuales los ciudadanos participan de la vida en sociedad son diversas y múltiples, que existen disimiles estructuras e instituciones sociales que nuclean, canalizan, identifican y representan a distintos grupos de ciudadanos o sectores sociales y unifican en su accionar una comunidad de intereses. ¿No será momento de incorporar estas formas asociativas y/o instituciones sociales a la hora de pensar un sistema representativo? ¿No será hora de superar el concepto genérico e indeterminado de representantes “del pueblo”?
Es de capital relevancia que nos atrevamos a repensar nuestro sistema de representación buscando darnos aquel que refleje y recrea de la mejor manera posible la realidad, estructura, características e integración de la sociedad puntana tanto en su dimensión cuantitativa como distributiva y organizativa, permitiendo una revalorizada y resignificada participación ciudadana que configure liderazgos capaces de legitimar la elaboración de agendas y hojas de ruta inclusivas, compartidas, equitativas, pertinentes y conducentes.
¿Cómo nos elegimos?
En estrecho vínculo con lo anterior surge la cuestión de cómo elegimos nuestros representantes. Los sistemas electorales son la fuente de alimentación de todo sistema democrático.
Cada sociedad conforme a su historia, cultura e idiosincrasia y mientras se cumpla con un puñado de reglas básicas, que tienen que ver con el derecho a la libre participación, el secreto y la universalidad del sufragio y la trasparencia y seguridad del proceso, establecen sus propias reglas de juego conforme al tipo de mayoría que les interesa generar. No todos los sistemas son iguales y muchos menos simples; por lo general las formas y procesos son extremadamente diversos y complejos atendiendo a necesidades de estabilidad y gobernabilidad.
Aquí como en ningún otro caso se cumple la premisa de que los sistemas no son ni buenos ni malos, sino que sirven o no; no existe un sistema mejor que otro, sino que cada sociedad se da el que más le sirve conforme a su realidad y necesidad.
Solo es cuestión de repasar la historia electoral reciente de nuestro país para caer en la cuenta que nuestro sistema hace aguas por todos lados, no por el sistema en si sino, simplemente, porque desaparecieron las condiciones que le permitían funcionar y generar las mayorías que se requerían.
Estas condiciones sistémicas eran tres: bipartidismo flexible, la existencia de dos partidos nacionales con capacidad de controlarse mutuamente y márgenes en los resultados superiores al 5% lo que evita la incidencia del error humano en el resultado.
Con una realidad política muy diferente a estos requisitos funcionales del sistema y una seguidilla y anárquica incorporación de elementos (cupos) y procesos (PASO) entre otras modificaciones terminamos, aunque nos cueste reconocerlo, implosionando nuestro sistema electoral.
El fortalecimiento de nuestra democracia exige una reformulación profunda, integral y total de nuestro sistema electoral despojándolo de procesos y metodologías propias del siglo XX con fundamentos y conceptualizaciones en el XIX.
Nos resulta cómodo y falsamente tranquilizador ser parte de concienzudos debates sobre la forma en que emitimos la opinión (voto) cayendo en la trampa de creer que realmente estamos discutiendo la mejora de nuestro sistema. Por ejemplo, es común presenciar y/o ser parte de contiendas a “muerte” entre los sostenedores de la “boleta única” contra aquellos fervientes admiradores del “voto electrónico”; por alguna extraña razón es habitual encontrase con seres dispuestos a inmolarse por una determinada manera de depositar una opinión.
Reducir la discusión de cómo darnos un eficiente y eficaz sistema de elección y/o selección de representantes que genere y sostengan determinadas mayorías legitimadoras de liderazgos a la intrascendente cuestión de cómo depositar o expresar la voluntad, es un sinsentido o una miopía de profunda gravedad, pues no solo es funcional a aquellos individuos o sectores que se benefician de un sistema electoral forzado y alejado de la realidad social sino que conspira contra la calidad de nuestra democracia.
Esta discusión es de tal irracionalidad como discutir en el seno familiar si de vacaciones vamos a ir en avión o en bicicleta y enfrascados en este debate nadie se detenga a preguntar y determinar a donde y quienes van de vacaciones lo que determinaría el medio más eficiente y eficaz de transporte.
Análoga situación configuran los actuales debates en torno a nuestro sistema electoral; como vamos a discutir productivamente que es mejor si una boleta única, la lista sábana o el voto electrónico (todos mecanismos con finalidades diferentes) si no hemos definido claramente qué tipo de mayoría aspiramos a configurar y cómo hacer que la misma responda a nuestra realidad social, cultural, territorial, económica y política permitiendo la gobernabilidad que nuestra cultura e idiosincrasia demandan. Lo accesorio (igual que a la familia) nos está encandilando peligrosamente.
Debemos dar una discusión profundad y total, desprendiéndonos de prejuicios, personalismos y coyunturales oportunismos; debemos ser imaginativos y abandonar todo postulado anacrónico. Debemos establecer un nuevo sistema electoral que incentive la participación, garantice la igualdad de oportunidades y facilite el ideal de “elegir y ser elegido”.
Debemos animarnos a cuestionar postulados que damos por sentados pero que ya carecen de justificaciones sólidas. Por ejemplo, a nivel municipal, ¿por qué seguir dependiendo exclusivamente de un domicilio (que muchas veces solo es el lugar de pernocte) como determínate para el ejercicio del derecho al voto? ¿por qué no puedo ejercer ese derecho en la jurisdicción en la que tributo?; o ya en otra magnitud y considerando la creciente aparición de instituciones que asumen el rol representar intereses sectoriales y que los ciudadanos encuentran en ellas la vía de canalizar su participación e interacción en la sociedad; ¿por qué siguen teniendo los partidos políticos el monopolio de la oferta de candidaturas? ¿por qué las ONG, los movimientos sociales, las cámaras empresariales, los sindicatos, los colegios profesionales, inclusive los cultos no pueden tener la posibilidad presentar sus candidatos a cargos electivos?, y si bien cada uno de estos representan claros intereses particulares y/o sectoriales podrían tener la capacidad y habilidad de presentarlos de tal manera que la ciudadanía, o parte de ella, los asuma como propios y los acompañe con su voto; los que resulta, talvez, más virtuoso que ocultar intereses igualmente sectarios detrás de un sello partidario y/o frente electoral.
Por el contrario, si decidimos ratificar el monopolio de los partidos políticos (formato siglo XX) de presentar candidaturas a cargos electivos debemos darnos y respetar normas que garantices estabilidad del sistema de partidos y evite que cualquier dirigente “trompudo” por no conseguir satisfacer sus aspiraciones en el seno de su partido vaya a la siguiente ventanilla y constituya ficticios sellos partidarios habilitantes.
Antes del cómo es necesario, entre otros aspectos, establecer sobre qué bases vamos a apoyar y legitimar la mayoría que construya nuestro sistema electoral, que tipo de mayorías y minorías aspiramos materializar, quienes pueden postularse y porque vía, que dimensión o ámbito de discusión queremos focalizar en el proceso electoral, quien determina y como las fechas y los plazos, quien es el custodio del cumplimiento de las reglas establecidas y, finalmente, quienes pueden participar ejerciendo el derecho de elegir y ser elegido; recién ahí, teniendo resultas estas cuestiones, dispondremos de elementos medianamente sólidos para determinar cuál es la mejor forma de “como” y donde emitir el voto.
No comprender lo necesario de una transformación sistémica de lo electoral y quedarnos tranquilos con conseguir o incorporar mejoras parciales, aunque signifiquen mayor accesibilidad e igualdad, es seguir obstinados con una ilusión que con cada convocatoria a las urnas socaba un poco más la credibilidad en nuestra democracia profundizando la apatía ciudadana y el desprestigio y debilidad de los liderazgos resultantes; situación que nos pasara factura a la hora de tener que gestionar conflictividades o aprovechar oportunidades futuras.
Organización y articulación territorial:
Abordada la representatividad y su forma de personalizarla, el tercer aspecto a considerar es la organización administrativa territorial.
Las formas, estructuras, dimensiones y competencias de la administración local tienen centralidad absoluta en el debate sobre el futuro de las sociedades democráticas; ya no solo por ser el primer y más sensible contacto del ciudadano con lo “público” sino por ser el lugar donde impactan, se gestionan y se resuelven las consecuencias directas de las problemáticas sociales, económicas, medioambientales y políticas que enfrentamos diariamente.
La ciudad, hoy más que nuca, es el espacio físico del suceder real y concreto de todo lo bueno y malo de nuestra cotidianidad; como bien afirma Mariano Turzi “los temas más acuciantes de la agenda global actual (contaminación, vivienda, pobreza, desarrollo económico, innovación tecnológica) son impuestos sobre las ciudades primero”[1].
Esta centralidad de la dimensión municipal es la piedra angular desde donde revalorizar y fortalecer nuestra forma de vida democrática y no en pocas oportunidades se la desprecia y se la deja subyugada a otros niveles de gobierno. El desafío de darle un nuevo sentido a la participación comunitaria y la redefinición de los procesos de determinación de mayorías exigen la adecuación de la administración municipal dotándola de capacidad de respuesta a demandas sociales, flexibilidad en la gestión, celeridad burocrática y sostenibilidad económica financiera.
En el caso de nuestra articulación territorial el régimen municipal de San Luis, desde hace tiempo, resulta insostenible y de imposible cumplimento por su total desfasaje con la realidad, haciendo habitual la consolidación de situaciones de hecho sin marco legal que las sustente, inclusive en la mismísima elección de autoridades locales.
La realidad objetiva de nuestros municipios los encuentra espacialmente sobredimensionados, sin capacidad de gestión, carentes de viabilidad económica y sin agendas de desarrollo humano sostenibles, lo que los condena a la dependencia política, financiera y administrativa.
Resulta pertinente en nuestra provincia, sin caprichos ni alambrados, anteponer el ciudadano y su microcosmos a la ya perimida organización territorial; necesitamos darnos una nueva articulación administrativa que dé respuesta a la complejidad de fenómenos que acontecen en lo local y que esté acorde a la realidad social y demográfica imperante.
Si compartimos la vocación de mejorar la calidad de vida de cada uno de los habitantes de nuestra provincia tenemos que, con decisión y apertura, replantear el nivel municipal de gobierno tanto en lo cuantitativo y espacial como en lo normativo.
Es necesario redeterminar jurisdicciones y extensiones territoriales adecuándolas a la real distribución y localización demográfica; avanzar en mecanismos de complementariedad inter-jurisdiccional que mitiguen debilidades y potencien fortalezas; elaborar agendas compartidas de gestión y trasparentar competencias sobre el principio de subsidiaridad que se sustenta en el postulado “que la unidad mayor no haga lo que la unidad menor hace más eficientemente y viceversa”.
Solo constituyendo en San Luis un nuevo primer ámbito o entidad de gestión local permitirá re-incentivar el involucramiento y compromiso del ciudadano con su comunidad, proyectándolo en un resignificado sentido de pertenencia que justificará, sustentará y legitimará la pertinencia y utilidad de la administración municipal.
Obviamente el rediseño de la estructura y competencias de lo municipal afectará y retroalimentará la determinación de los sistemas tanto de representación como el electoral. Que este mutuo impacto sea positivo y orientado al bien común dependerá de la visión, capacidad y calidad de los liderazgos que se involucren.
El recate de lo justo:
En este contexto de advenimiento de nuevos procesos para una nueva realidad, resulta imprescindible disponer de la certeza de que no solo serán respetadas las reglas de convivencia preestablecidas, sino que aquellos que deban garantizarlas lo harán asépticamente y con equidad.
La función republicana en la que recae esta responsabilidad, al menos en lo ideal, es la administración de justicia que actualmente se encuentra en una situación de profundo desprestigio a causa de la desmedida incidencia, en su actividad, del componente personal de la institución. Hoy la administración de justicia es el más cerrado y corporativo (cuando no “privatizado”) de los poderes del Estado.
La realidad post-pandemia se la avizora como un estallido de fuerzas contenidas que dinamizarán nuevos usos y costumbres, nuevas formas, nuevos intereses, nuevas velocidades, nuevas definiciones y nuevas reglas y pactos; estos conjuntos de sucesos deberán ser armonizados en un contexto social heterogéneo y con tendencia a la fragmentación, lo que requerirá contar con la institucionalidad acorde para superar y/o encauzar los desequilibrios resultantes y arbitrar la conflictividad de intereses.
En este punto, debemos encaminarnos a reconciliar al ciudadano con el Poder Judicial, debemos recuperar el valor y legitimidad de la administración de justicia, para lo cual resulta necesario el surgimiento de liderazgos que tengan la osadía de ir al rescate del principio de “lo justo” secuestrado por la dictadura del “procedimiento”.
Es central impulsar un avance democratizador sobre la administración de justicia, que debería pasar por establecer mayores y mejores mecanismos de participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones del día a día institucional, haciendo parte al “soberano” de los entretelones de la resolución de sus conflictos.
Hay que ser conscientes que todo lo que hagamos o ideemos sobre este poder del Estado debe empezar por recuperar la preminencia del valor de justicia, el que hoy se encuentra secuestrado y relegado por el “procedimiento”. Hoy lo procedimental, cargado con inusitado personalismo, subjetividad y discrecionalidad, ejerce su reinado en detrimento de aquello definido como “principio moral que inclina a obrar y juzgar respetando la verdad y dando a cada uno lo que le corresponde”.
Las normas de procedimiento concebidas para facilitar, vía el orden en el proceso, el acceso a la justicia en igualdad de condiciones, se han convertido en el medio más eficaz y legal de garantizar la impunidad, la desigualdad y la preminencia del poder sobre el derecho. La dictadura sistémica del “código de procedimiento” constituye una “autopista” por la que profesionales de derecho, jueces, funcionarios y actores judiciales pueden hacer transitar, veladamente, sus vinculaciones, intereses, parcialidades y/o negocios. Para el justiciable esta “autopista” tiene, la mayoría de las veces, peajes inalcanzables.
Celeridad, inmediatez, sensibilidad, sentido común, respeto, empatía son componentes que se tienen que incorporar en la “diaria” de la administración de justicia. Resulta impostergable recuperar la confianza del ciudadano en sus “árbitros”, solo así el poder judicial podrá iniciar su proceso de relegitimación social. Simbólicamente quitarle la venda de los ojos a la tradicional imagen de “la justicia” ayudaría.
Lo anterior debe ser completado con una osadía democratizante más. Ya es inconcebible sostener la perpetuidad en la función pública cualquiera fuera ella, ya que atenta contra la calidad del servicio público, la trasparencia y toda norma de sentido común.
El futuro nos demanda atrevernos a transitar, tal vez no hacia elección popular, pero si a la búsqueda del establecimiento de la periodicidad en la función judicial, lo que redundará en mayores niveles de compromiso y transparencia en la magistratura. Dar un plazo determinado a la permanencia de una persona en la función de juez es un paso democrático de alta salud institucional.
Finalmente, solo una justicia accesible, próxima y expeditiva, con procedimientos claros y equitativos (que no atenten contra lo real, evidente y palpable) y ejercida, por un tiempo determinado, por personas con vocación, honestidad y capacidad, cumplirá con su finalidad última de ser custodia y garante de la cohesión, armonía y paz de la sociedad arbitrando correctamente la puja de sus intereses antagónicos, parciales y/o sectoriales.
Educar en ciudadanía:
La determinación de nuevas instituciones, estructuras y reglas de juego en los procesos de toma de decisiones en la sociedad, nos lleva a tener que accionar sobre el sistema educativo; no directamente en lo concerniente a cuestiones relacionadas con los contenidos, la didáctica o la pedagogía, sino en lo referente a la formación en ciudadanía.
Resulta imprescindible que la escuela, desde los niveles iniciales, sea el ámbito natural y fundamental de formación y maduración democrática de nuestros jóvenes. Debemos ir más allá de contar con un espacio curricular o materia puntual con contenidos en formación cívica, debemos lograr que el vivir la escuela por parte del alumno/a sea una experiencia completa e integral de aprendizaje democrático. No es solo dictar contenidos teóricos sino aprovechar la realidad de convivir e interactuar con pares y autoridades como la vía y la excusa de generar aprendizajes experienciales.
Este educar en ciudadanía debe tener como objetivo central contribuir significativa en la calidad y liberalización del debate público, variable necesaria, como lo afirma Robert Dahl[2], en el aspiracional de una mejor y más profunda sociedad democrática. En otras palabras, brindarles a los ciudadanos los conocimientos teóricos, los esquemas conceptuales, las experiencias de interacción social y las herramientas de ponderación y clasificación de la información existente, les brindara los medios necesarios para participar sólida y libremente en la construcción de “agendas” y su resolución.
Educar en ciudadanía en la sociedad post-pandemia será una función irrenunciable e indelegable de la escuela, tanto como la de alfabetizar.
Una lógica de “autito a fricción” y un riesgo de la vacuna:
Como bien describe Fabián Báez “…en la aparente primavera del avance tecnológico y en pleno auge de la cultura del “con esfuerzo y voluntad todo se puede”. Cuando estábamos seguros y globalizados, esperando el ya cercano desarrollo sustentable del mundo. Cuando esperábamos que la democracia y las libertades ganaran espacio aun en los países y regiones menos democráticos. Cuando la medicina iba venciendo sus límites y alargando la vida … Allí apareció: global, repentino e incierto”3 y no vimos envueltos, como humanidad, en una novedosa pandemia; novedosa en cuanto a ser la primera que se vive con “redes sociales” y cuyos extremos se encuentra a tiro de avión (o mejor dicho a vuelo de avión).
La emergencia sanitaria global y su reconocimiento por parte individuos, comunidades y gobiernos nos enfrentó descarnadamente a todas nuestras virtudes y miserias, desnudó frente a nuestros ojos la debilidad de todo aquello que socialmente habíamos construido, colaborativa o conflictivamente, para nuestro “buen vivir”; presenciamos indefensos la finitud, lo efímero e ineficiente de todos nuestros sistemas y a costa de escases de respiradores recordamos nuestra humanidad.
El COVID-19 no solo que nos detuvo, sino que nos retrajo, nos hizo retroceder, aislarnos. Tuvimos que parar nuestros sistemas económicos, detener los sistemas de producción, congelar toda actividad social, evitar el contacto en la acción política, virtualizar los vínculos y la cultura. Todo, absolutamente todo, a nivel global y con diversas intensidades, se frenó y se retrajo.
Pero, paradójicamente, las conductas que imponía el cuidarse del contagio, no lograron desactivar, aniquilar o eliminar las múltiples fuerzas del accionar cotidiano de la humanidad y la naturaleza en el devenir de la vida. Los “nuevos comportamientos” no generaron, como daño colateral, la extinción de la energía y potencialidad del ser y el hacer. Como cuando se hace para atrás un “autito a fricción” toda es energía se concentra, se contiene y se acumula convirtiéndose en potencia esperando, en aparente calma, ser liberada para estallar en un nuevo proceso de transformación creativa.
De la misma forma que acelera el auto a fricción a librarse de los dedos que lo contienen, la humanidad post-pandemia estallará en la construcción de una nueva realidad social que, naturalmente, generará infinidad de nuevas oportunidades para quienes puedan identificarlas y cuenten con los medios y las estructuras para aprovecharlas.
La sociedad post-covid está en gestación, hoy la humanidad contiene sus fuerzas trasformadoras y creadoras a fin de garantizar la supervivencia; garantizada está se nos abre la posibilidad de identificar en el horizonte un nuevo convivir.
Somos parte de un kairós[3] global que invita a fundar los cimientos de una nueva época basada en la inclusión, la solidaridad, la justicia, la diversidad y la equidad cuya centralidad sea la dignidad humana en armonía con la sostenibilidad medioambiental.
El ya citado Fabián Báez es contundente respecto al desafío que él ahora nos demanda al afirmar que frente a nosotros hay “una oportunidad para rediseñar y construir un mundo nuevo. Humano. Ecológico. Espiritual. Fraterno. Un mundo acaso más apto para ser humanos, para ser felices”[4].
Será nuestro deber generar las condiciones sociales, políticas e institucionales para viabilizar este nuevo amanecer; y en nuestro pago chico es necesario asumir los liderazgos que encarnen la responsabilidad de impulsar los cambios sistémicos que se requieren.
Haciendo propias las palabras de Fabián Báez estoy convencido de que “estamos en un momento histórico trascendente. Un tiempo de decisiones personales y colectivas muy de fondo, de raíz. Un momento de enormes posibilidades de trasformación de la realidad. De diseñar un mundo mejor.
Para esta renovación se hace necesaria una mirada nueva de la situación que nos trajo hasta aquí”[5].
En este punto hay que ser consiente de un riego que conlleva la disponibilidad de una vacuna contra el COVID-19. Este riego radica en que al ser todos inoculados y así superar el drama sanitario, caigamos en la trampa de creer que todo ha pasado; que nada ha pasado, resultando innecesario modificar lo que tenemos y conocemos.
Superada la pandemia (vacunados todos) si continuamos haciendo lo que venimos haciendo, utilizando las habituales formas, echando mano a viejas prácticas y confiando en ya ineficaces sistemas seremos incapaces, como individuos y como sociedad, de regalarnos un nuevo mundo de posibilidades y oportunidades condenado a una generación de puntanos a quedarse en potencia.
Solo si en San Luis nos atrevemos a abandonar definitivamente las estructuras del siglo XX, redefiniendo creativamente nuestros sistemas de elección, representación y organización territorial, podremos reimpulsar la participación comunitaria que revalorice nuestro “nosotros” aglutinador y así permita construir sólidas y estables mayorías que legitimen el surgimiento de liderazgos con posibilidades concretas de vehiculizar los consensos sociales necesarios para aprovechar las oportunidades y gestionar los desafíos que un mundo, complejo y competitivo, nos demandará.
De no hacerlo estaremos condenados como sociedad a la desesperanza y degradación, penando y vagando por uno de los círculos tan bien descriptos por Dante, autoconvenciéndonos que lo que tenemos es lo mejor y que no hay razón alguna para cambiar.
Finalmente, queda esperar que por una extraña alineación planetaria no se cumpla aquello que el genial abuelo poseedor del trazo perfecto y de la frase iluminadora le hizo sentenciar brillantemente a su nieta: “Como siempre: lo urgente no deja lugar a lo importante”[6], permitiendo que lo “importante” tenga lugar y espacio para fundar todo lo que brindara alternativas a lo urgente.
[1] Turzi, Mariano “Como los Superhéroes Explican el Mundo” Editorial Capital Intelectual 2020 Pag. 60.
[2] Dahl, Robert A. “La Poliarquía: Participación y oposición”. Ed. Tecnos – 1997 – Pag. 15. 3 Báez, Fabián “La Sociedad de la Pandemia: Encontrar la serenidad en el mundo que viene”. Ed. Sendero – 2020- Pag. 33.
[3] Idea griega de un tiempo fundacional. Un tiempo propicio.
[4] Idem. Báez F. – Pag. 144
[5] Idem. Báez F – Pag. 144
[6] Quino. “Toda Mafalda” Ediciones de la Flor – 1995