Primera etapa: Sarria – Portomarín
El Camino desde Sarria a Portomarín —el corazón del Camino Francés— es una herida de tierra que serpentea entre aldeas antiguas, casas de piedra y techos de laja. Es un verde que hiere los ojos y nubes bajas que rozan la frente. Es el murmullo de acequias que rebalsan, como si Galicia quisiera desbordarse por completo.
Es olor a campo mojado, a leña viva, a establo. Es el eco de una bocina lejana, el canto rezagado de un gallo o el mugido ronco de una vaca sin prisa. Y son las voces. Tantas voces. Como si la vieja Torre de Babel hubiera caído sobre este sendero. Peregrinos errantes: coreanos, franceses, japoneses, colombianos. Todos comparten un café tibio, un zumo fresco, una tarta de Santiago en una mesa ajena que ya es propia. Un polaco sonríe. Un filipino recuerda. Y alguien menciona a Maradona, a Messi, a Borges, y la patria se cuela entre migas y sorbos.
El Camino es también el ritmo del cuerpo. Los jóvenes pisan fuerte, con esa certeza de que el tiempo no los alcanza. Otros, con pasos más hondos, saben que la vida se mide en latidos lentos y en miradas que no se apuran.
Y están los mojones, los monolitos que señalan el norte. Altares mínimos donde cada peregrino deja su piedra —carga, recuerdo o herida—, esa pequeña ofrenda que busca alivio. Hasta los demonios más diminutos caben allí, los que se nos cuelan como virus por la espalda del alma.
Las pendientes no frenan: tan solo invitan al respiro. Nos sostiene la memoria, el deseo, y ese lazo invisible entre Galicia y Argentina, tejido por barcos, cartas y exilios. Otro modo de entender la distancia. Otra forma de regresar.
Y el verde, otra vez. El agua, otra vez. El musgo aferrado a las piedras viejas, como si la vida insistiera en quedarse. Y entonces, el descenso. Una garganta de piedra y vértigo conduce a Portomarín. Y el cuerpo tiembla, pero avanza. Como si el Camino pidiera una última prueba antes de permitirnos el descanso.

Segunda etapa: Portomarín – Palas de Rei
Caminar cinco kilómetros por hora no es ir despacio. Es ir al ritmo del alma. Es dejar que los pies piensen y que los pensamientos se suelten. Es ver cómo el día nace en niebla, se despereza en luz, y se duerme en silencio.
Desde Portomarín, el Camino se alarga como una conversación sin apuro. Las pendientes se suavizan, pero el cansancio ya aprendió a no pedir permiso. Los pueblos brotan como pausas entre árboles, iglesias románicas y peregrinos que ya no son extraños.
«Camino y no me importa dónde voy, porque no voy por ir, sino por volver,» escribió Camilo José Cela, gallego errante, cronista del alma rural, Premio Nobel de Literatura en 1989.
Y eso es caminar el Camino: volver. A uno mismo. A lo esencial. A lo que no necesita nombre. Cada hora de marcha son cinco kilómetros de paisaje y memoria.
De saludos en lenguas diversas, de mochilas que chirrían, de ampollas que arden y no detienen. De árboles que parecen escuchar, de vacas que nos miran como quien ya lo ha visto todo. De nubes que bajan hasta tocarnos el pensamiento. “El que resiste, gana,” decía también Cela.
Y resistir no es solo llegar: es seguir andando cuando ya no se busca nada más que el andar. A cinco por hora, Galicia se despliega como un susurro. Y el Camino se vuelve una línea invisible que une los siglos con los segundos.

Tercera etapa: Palas de Rei – Arzúa
Estoy roto. Para qué esconderlo. El cuerpo cruje. Me duelen músculos que no sabía que existían. Arrastro la pierna izquierda como si colgara de otro. Los dedos del pie son todos el mismo dedo: hinchados, insensibles, inútiles. La etapa de hoy es un demonio con cara de bosque.
Subidas. Bajadas. Más subidas. Entre robles, pinos y eucaliptos que no dan tregua. El esfuerzo te apaga la mirada, te vacía. No sé cuántos arroyos crucé ni cuántas veces pensé en abandonar. Lanzar los bastones como flechas contra el cielo y dejar que la voluntad se fuge. Pero no lo hice. Algo –no sé qué– siempre me detuvo.
Y entonces aparecen ellos. Unos costarricenses me alientan. Mexicanos y españoles me empujan con sonrisas. Y dos mujeres madrileñas, de cabellos como hilos de plata, me regalan charla como si pasearan por la Gran Vía. Hablan y ríen. Saben que son mi combustible.
Las voces de otros países se suman, una torre de Babel caminante. Y comprendo que todos somos la misma piel, la misma ampolla, la misma sed. Me viene a la mente aquella frase de Cela: «El nacionalismo se cura viajando.»
Tal vez. Aunque estos dolores piden más que literatura: piden descanso, silencio… y seguir. Porque en el Camino no se vence. Se resiste. Y resistir es, simplemente, dar el siguiente paso.

Cuarta etapa: Arzúa – O Pino
El sol se asoma limpio y empuja la marcha con su promesa: Santiago ya no es un sueño, es un susurro que se oye cada vez más claro. Me despido de Arzúa, de sus temblores nocturnos y de sus quesos suaves como la bruma gallega. De los masajes que me devolvieron la vida. Atrás, queda también Melide, que me acogíó por unas horas en esta etapa que rompe piernas y que mostró sus garras.
Ahora, una calle empedrada me entrega al campo. El rumor de los ríos, el eco de capillas, ermitas, parroquias que bendicen el paso. Camino con la sospecha de los pequeños dolores, que como fantasmas apenas se anuncian, pero saben herir. Cada cinco kilómetros, una tregua. Los repechos son nuevos enemigos. Las bajadas, viejas trampas. El cuerpo se niega, pero sigue. La tierra negra, recién arada, parece tragar el cansancio sin protestar. Y los ojos descansan en los verdes, en los eucaliptos, en el mugido distante de alguna vaca.
Así vengo, a paso lento. Con pies que rebotan en piedra y laja. Con músculos que protestan, pero obedecen. Con la esperanza intacta, aunque tambalee. Me cruzo con catalanes, andaluces, colombianos. Caminamos juntos un tramo, hasta que el camino vuelve a su ley: uno en uno. El andar se hace íntimo. Reflexivo. Cada paso es una conversación con el cuerpo, cada repecho una oración.
Bastones repiquetean detrás, me alcanzan voces jóvenes que al decirme «Buen Camino» me reaniman como si fuera un ungüento milagroso. Un sello. Otro más. La credencial se engalana de memorias. Cinco horas y media. El cuerpo, exhausto.
Los pies, hinchados. La meta, cercana. Tan cerca que da miedo creerlo. Porque ya no queda casi nada, pero el alma sabe que este andar de días ya es parte de uno, y que cuando termine, quedará andando dentro para siempre.

Quinta etapa: O Pino – Santiago de Compostela
Cinco días, cien kilómetros, una sola promesa: llegar. Dejamos atrás el último albergue sin mirar atrás. A doscientos metros ya estamos otra vez en lo rural, como si Galicia nos despidiera con los mismos campos que nos dieron la bienvenida.
No hubo viento en estos días. Ni uno solo. Como si el mundo respirara en calma, para que nosotros pudiéramos caminar. El sol tibio, la lluvia ausente. Todo fue paso, esfuerzo y gratitud.
Hoy es la última etapa. Marcho lento. La pierna izquierda, sigue rebelde. Pero hay algo que empuja más que el cuerpo: la emoción. El recuerdo de los repechos en Arzúa, el barro de Portomarín, los aromas de eucalipto de O Pino, la charla plateada de dos madrileñas en Palas de Rei. El inicio titubeante en Sarria. Melide, su agua y las piedras.
Los paisajes cambian, pero el alma es la misma. Los sellos se suman. Las voces también. Jóvenes, viejos, holandeses, coreanos, argentinos. Todos somos la misma piel. Todos decimos “buen camino” y nos entendemos sin traductor.
Y entonces, el monolito: 10 kilómetros. Solo diez para llegar. El corazón se agita como si quedaran cien. El murmullo de la ciudad reemplaza los trinos del bosque. Las piernas duelen más que nunca, pero el alma ya llegó.
Asoma Santiago. Asoma la piedra antigua, la catedral. La plaza del Obradoiro es el umbral. Tiro los bastones. Dejo la mochila caer. Levanto los brazos. Respiro hondo. Y en ese instante de quietud y de silencios compartidos comprendo: este camino no termina en la plaza. Empieza en cada recuerdo que me llevo puesto después de 115 kilómetros.

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