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El proceso que condujo a la declaración de la independencia el 9 de julio de 1816 fue mucho más que un acto solemne. Fue el resultado de seis años de tensiones políticas, derrotas militares, levantamientos internos y debates ideológicos profundos que pusieron en jaque la unidad del territorio y la viabilidad del nuevo Estado.
Las revueltas previas.
Tras el estallido revolucionario del 25 de mayo de 1810, los primeros gobiernos patrios enfrentaron rápidamente la complejidad de imponer un nuevo orden.
El gobierno provisional de la Junta Grande, dominada por sectores conservadores, se debilitó tras la derrota de Huaqui en 1811. Fue entonces que, con el respaldo de los seguidores de Mariano Moreno, se instauró el Primer Triunvirato, cuyas medidas más radicales —como la disolución de la Junta— despertaron reacciones violentas, entre ellas, la sublevación de los Patricios y una conspiración encabezada por Martín de Álzaga, héroe de la Reconquista en las invasiones inglesas.
Mientras tanto, Manuel Belgrano lograba en septiembre de 1812 una victoria clave en Tucumán y comenzaba a consolidarse la idea de una nueva identidad: poco antes había enarbolado por primera vez la bandera celeste y blanca.
En simultáneo, Buenos Aires enviaba tropas a sitiar Montevideo, último bastión realista en el Río de la Plata, e irrumpían figuras clave como el joven José de San Martín, recién llegado de Europa, quien junto con Alvear y otros militares formó la Logia Lautaro, de inspiración independentista.
En octubre de ese mismo año, la presión de estos sectores forzó la caída del Primer Triunvirato acusado de debilidad, y el surgimiento del Segundo. Este nuevo gobierno fue legitimado por los triunfos en San Lorenzo y Salta en 1813 y dio lugar a la Asamblea del Año XIII que, si bien no declaró formalmente la independencia, adoptó medidas fundamentales como la abolición de la Inquisición, la eliminación de los títulos nobiliarios y la aprobación del Himno Nacional.
Pero el entusiasmo inicial se fue diluyendo ante los fracasos militares en Vilcapugio y Ayohuma, en el Alto Perú y las tensiones entre Buenos Aires y las provincias.
En este clima se creó la figura del Director Supremo de las Provincias Unidas –Gervasio Antonio de Posadas- y se abrió una grieta ideológica entre Alvear, partidario de buscar el apoyo de Inglaterra, y San Martín, quien pensaba una ofensiva continental que pasaría por Chile y culminaría en Lima, para terminar con el poder español en América.
Las maniobras diplomáticas de Alvear para conseguir ese apoyo británico generaron una rebelión de las provincias, y su renuncia abrió paso a una nueva etapa, junto a la disolución de la Asamblea.
Rondeau asumió el mando –estaba al frente del Ejército del Alto Perú-, pero fue derrotado en Sipe-Sipe, y la situación se tornó desesperante: los realistas recuperaban posiciones en América y la unidad interna parecía imposible. Desde entonces, el actual norte sólo sería defendido por las montoneras gauchas. Más, Fernando VII había vuelto a su trono en 1814 en España, y se temía que en cualquier momento reanudara la ofensiva para recuperar sus colonias en América.
En este contexto se convocó al Congreso de Tucumán, que inició sus sesiones el 24 de marzo de 1816. Como se verá en la imagen a continuación, sólo un puñado de las actuales provincias formaban parte de aquella nación en ciernes; otras aún no habían nacido como provincia o no mandaron o no les aceptaron congresales por sus diferencias políticas.
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La hora de la verdad.
Con representantes de ese territorio antes señalado -un puñado de las actuales provincias y del Alto Perú, hoy Bolivia-, el Congreso abordó primero la elección de un nuevo Director Supremo: fue designado Juan Martín de Pueyrredón, que en el Congreso representaría a la provincia de San Luis. Luego comenzaron los debates sobre la forma de gobierno.
Mientras algunos proponían una monarquía constitucional encabezada por un príncipe europeo, Manuel Belgrano propuso —en una recordada sesión secreta del 6 de julio— que se eligiera un descendiente de los incas como rey, para reparar las injusticias históricas hacia los pueblos originarios.
Belgrano acababa de volver de Europa de una fallida misión en la que intentó que las potencias reconocieran la “independencia” de estas tierras. La idea de esa monarquía inca sedujo a los representantes alto-peruanos que imaginaron a Cuzco como capital del reino, y la total adhesión de los pueblos indígenas.
La demora de la declaración de la independencia ponía nervioso al gobernador intendente de Cuyo, José de San Martín, que esperaba ese pronunciamiento para avanzar con su plan continental.
Sin acuerdo sobre el modelo político –republicanos versus monárquicos-, el Congreso finalmente priorizó un gesto firme hacia el exterior. El 9 de julio, bajo la presidencia de Narciso Laprida, a pedido del diputado por Jujuy Sánchez de Bustamante se trató el “proyecto de deliberación sobre la libertad e independencia del país”. La propuesta fue aprobada por aclamación. La firma del Acta proclamó ante el mundo la voluntad de romper definitivamente los lazos con España.
Poco después, y ante los rumores de posibles pactos con potencias extranjeras, -San Martín sospechaba que había gestiones secretas de algunos congresales para entregar las provincias a Portugal o Inglaterra- el diputado por Buenos Aires Pedro Medrano logró que se agregara a la fórmula de juramento la frase “y de toda dominación extranjera”.
La declaración fue acompañada por otro documento que afirmaba: “Fin de la Revolución, principio del Orden”, en un intento de mostrar moderación ante las monarquías europeas que se irritaban ante la sola palabra “revolución” y el recuerdo de Napoléon.
A 209 años de aquel acto fundacional, la historia recuerda que la independencia no fue fruto de un día ni de un acuerdo fácil. Fue el resultado de disputas, sueños, traiciones y decisiones que marcaron el nacimiento de una nueva nación que aún tendría mucho camino por delante para consolidarse definitivamente como estado moderno.
Artículo elaborado a partir de textos autoría de Felipe Pigna y Mariano Fain.
